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lunes, 20 de junio de 2011

PRÓLOGO: Hemos visto al enemigo y somos nosotros, por Shodai J. A. Overton-Guerra

A veces, en el transcurso de la existencia de una especie, eventos fuera de su control se presentan con potencial cataclísmico: cambio climático, evolución de otra especie competidora, desaparición de otra sustentadora, etc. Somos seres tremendamente peculiares en el sentido de que nuestro presente existencial – el qué somos y el dónde estamos – es una integración sinergética entre el medio ambiente natural, el cultural (que abarca la historia, la tecnología y la civilización), y la larga lista de decisiones que hemos tomado durante nuestra existencia. En nuestro caso particular como especie el cataclismo proviene no tanto de cambios exteriores sino de conflictos internos, conflictos que amenazan, como un tremendo huracán, a diezmar nuestro progreso, si es que no nuestra misma existencia.


La metáfora del huracán es válida. Los huracanes son fenómenos naturales de tremendo poder devastador; de hecho, contrario a la perspectiva popular, su efecto destructor no se transmite a lo largo de una trayectoria rectilínea, sino que se manifiesta en un espacio tridimensional. Característica de la estructura del huracán es el tremendo contraste entre la calma y claridad visual desde el ojo, espacio de unos 30 a 60 kilómetros de diámetro, y la gran turbulencia demoledora de la pared que lo rodea y donde se encuentran las nubes más densas, donde existe la menor visibilidad, y donde se localizan los vientos más violentos y catastróficos. Metafóricamente hablando al menos, es desde la calma del ojo del huracán donde se puede mejor analizar el desastre que se ocasiona a su alrededor.


Otro detalle metafórico muy apropósito del huracán es que se forman cuando dos frentes de aire con gran diferencial de presión y temperatura chocan en un ambiente propicio. Los grandes huracanes de la historia humana se han formado como resultado de choques, bajo ambientes propicios, entre grandes disparidades socioeconómicas – de riqueza y de miseria – como es el caso entre los EE.UU. y México, y entre los EE.UU. y la cadena de miseria que extiende desde su vecino meridional hasta el extremo del continente sudamericano. El huracán resultante lo podemos llamar en este caso “el narcocomercio” y la devastación aun ni comienza a manifestarse.


Desde el ojo del huracán es una colección de artículos y ensayos sobre un tema muy importante: la evaluación existencial del ser humano, una consideración objetiva en cuanto a ¿quién somos y dónde estamos? La idea fundamental de la obra comenzó con un pretendido estudio sobre la psicología del terrorismo a raíz del 11 de septiembre del 2001, pero casi antes de abordar la obra el horizonte de mi perspectiva amplió, y amplió, conforme el punto de vista que apodera a esa perspectiva se desplazó considerablemente hasta hallar, lo que en presente siento, intuyo, y razono, ser el auténtico ojo objetivo en la tormenta en la que nos encontramos.


A medida que escribo estas palabras al mediodía del 30 de mayo del 2010, domingo, la tremenda calma de mi consultorio personal contrasta inmensamente con la devastación que ocurre a mí alrededor. El cataclismo del derrame petrolero en el golfo de México continúa sin tregua; Corea del Norte y Corea del Sur se acercan cada vez más a un conflicto potencialmente nuclear; el estado de México amenaza colapsar ante la corrupción gubernamental propiciada por los beneficios del mercado ilícito de narcóticos; en Jamaica la población se alza contra las fuerzas de seguridad de su propio gobierno para proteger a un criminal de una orden de extradición a los EE.UU.; y la amenaza de un ataque con armas de destrucción masiva por parte de grupos terroristas Islamistas contra casi cualquier país de primer mundo permanece ubicua; etc., etc. Nuestra naturaleza corrupta no ha cambiado, no ha aumentado ni ha disminuido, pero el impacto potencial de nuestra corrupción sí – y dramáticamente además.


Algo serio sucede con el ser humano que amenaza con nuestra destrucción. Para entender de qué trata ese “algo serio” tenemos que tomar un punto de vista objetivo y panorámico que nos permita poner todo en perspectiva integral. Para comenzar, debemos reconocer que en casi todos los desastres provocados por el ser humano que se desenvuelven en la actualidad o que amenazan por desatarse, había la posibilidad de haberlos evitado; incluso más allá de eso, había amplia información que los predecía. Es decir, dónde estamos y quiénes somos es el resultado de malas decisiones – o de malas intenciones que han ocasionado nuestro estado presente de crisis masivo. Pongamos por caso a los eventos del 11 de septiembre del 2001: hay que lograr entender tanto los procesos mentales y los patrones emocionales que motivaron tales acontecimientos, como a los argumentos auto-ilusorios que llevaron a sociedades y gobiernos a ignorar las señales de aviso que proclamaron y predijeron la ocurrencia de los mismos. Estamos atrapados entre la espada y la cruz: las causas de las crisis de nuestra actualidad, tal vez de toda actualidad, se encuentran entre la maldad (la avaricia, la discriminación, el racismo, etc.) de unos y la estupidez (la ignorancia, la superstición, la arrogancia, etc.) de otros que no toman las medidas necesarias para prevenir la maldad de los primeros.


Esta obra colectiva consiste en un análisis de una de las características más neuróticas, irracionales, y a menudo más destructivas de la constitución mental de nuestra especie. Un tema fundamental que irremediablemente vamos a tratar es la neurosis colectiva que encuentra sus orígenes en las contradicciones irresolutas entre nuestra fe religiosa y nuestro pensamiento racional; entre las disciplinas de la razón, y las prácticas de la fe religiosa; entre los principios filosóficos que inspiran una sociedad libre, y las creencias dogmáticas que sostienen las instituciones religiosas fundamentalistas. En esencia hablo de dos frentes, con tremendos diferenciales de presión y de temperatura, que se chocan aquí en el siglo XXI. Estos dos frentes, llamémoslos “fe” y “razón” – fuerzas antagónicas operando conjuntamente en nuestra psique – han estado encaminados a colisionar desde quizás antes de la evolución de nuestra especie Homo sapiens sapiens. A lo largo de los siglos, e inspirados principalmente por los esfuerzos intelectuales de la filosofía occidental, el creciente papel de la ciencia y de la tecnología en el transcurso de la civilización ha puesto a estos dos frentes en confrontación directa. Ahora en el siglo XXI se encuentran en colisión inevitable: el resultado es que la pared del ojo del huracán, y la devastación resultante, es principalmente el resultado de una tormenta interna.


El siglo XXI resulta ser un periodo difícil para el desarrollo intelectual de nuestra especie, particularmente en el mundo occidental. Vivimos en una era en la que hemos perdido la fe en la capacidad de la razón para ofrecernos respuestas a nuestras preguntas trascendentales, mientras que las respuestas que nos ofrece la fe a esas mismas dudas nos resultan cada vez menos y menos razonables. Y sin embargo seguimos razonando y tratamos de seguir creyendo. Seguimos alzando nuestras cabezas para rezar al cielo, aún cuando enviamos astronautas a la luna y sondas espaciales a través de la galaxia. Seguimos valorando y discutiendo los meritos del creacionismo, aún cuando la evidencia irrefutable de la evolución se expresa en nuestros propios cuerpos y nos inoculamos contra enfermedades sirviéndonos de avances médicos basados en la aplicación de la teoría evolutiva. Consideramos sacrosantos los principios de una religión – la nuestra – aún cuando nos damos cuenta de que se contradicen por los preceptos igualmente dogmáticos de otra vecina. De hecho, sometemos a las doctrinas de otros al filo implacable del bisturí analítico, cruelmente deleitándonos en divulgar y pregonar las inconsistencias y absurdidades de su sistema de creencias, mientras que guardamos celosa, aunque tenuemente, nuestro sistema de valores del crítico ojo racional propio y ajeno. Seguimos empleando términos e ideas en nuestra habla cotidiana como ‘alma’ o ‘espíritu’, aferrándonos a sus connotaciones místicas aún cuando los psiquiatras, los neurocientíficos y los neurólogos nos demuestran, una y otra vez, que todos los aspectos de nuestras mentes tienen sus orígenes en la actividad electroquímica de redes neuronales en nuestro cerebro.


La mente humana es un dominio vasto de ideas, de creencias, de perspectivas, y de esquemas a menudo incongruentes e incoherentes. Los psicólogos han sabido desde hace tiempo que para mantener estas inconsistencias precisamos de suficiente distancia temporal entre las ideas conflictivas para evitar que seamos conscientes de las incongruidades que manifiestan. Una vez que las posiciones contradictorias se presentan simultáneamente en el escenario constreñido de nuestra mente consciente y nos alertamos de la contrariedad evidente experimentamos un estado insostenible de inestabilidad mental conocido como “disonancia cognitiva”, un estado que requiere resolución. A veces, la inversión psicológica en una posición es tan extrema que desarrollamos barreras mentales muy sofisticadas para evitar que las contradicciones nos resulten aparentes. Para que la mente humana pueda sostener dos formas contradictorias e incompatibles de conectar, de estar, de interaccionar con el universo tiene que haber una separación, un bloqueo, o una disociación patológica entre aspectos de nuestra personalidad o de nuestros procesos mentales y de nuestra consciencia fundamental; una disociación comparable a un “desorden de identidad desasociada” (anteriormente “desorden de personalidad múltiple”) o de esquizofrenia, que imposibilitan la integración mental del individuo y que fomentan la autoenajenación del mismo. Las consecuencias patológicas de tal grado de inconsistencia solamente pueden evitarse si una de esas modalidades de encajar, de interaccionar, y de estar en el universo es definitivamente subordinada a la otra. No se puede servir a dos amos a la vez.


A lo largo de la historia de nuestra especie, los valores religiosos impuestos por las autoridades sociales han consistentemente mantenido a la razón subordinada a la fe. De hecho, los poderes imaginarios de fuerzas inéditas e invisibles y las demandas supuestas, especuladas, de entidades inmateriales han sido más que suficientes para justificar las más estrictas jerarquías sociales, los más extensos y sanguinarios sacrificios humanos, y las políticas genocidas más espantosas: no hay atrocidad que no se haya cometido en nombre de algún u otro dios. El teólogo y filósofo del siglo XIII, Tomas de Aquino – Santo Tomas de Aquino – muy acertadamente resumió ésta relación tradicional entre la fe y la razón, entre las ciencias y la religión, cuando expresó que la filosofía era apenas la mucama de la teología: “la teología no adopta a las otras ciencias como sus superiores, sino que las emplea como sus inferiores y sus sirvientas.”


Para llegar a comprender hasta qué punto esta neurosis disociadora (auto-alienadora) está arraigada en la mente humana, debemos considerar cuidadosamente las funciones que la creencia y la razón desempeñan en nuestra psique. La creencia es la aceptación acrítica (sin discernimiento crítico) como conocimiento a aquello por lo cual, en el momento presente al menos, no hay evidencia. Cuando la creencia se aplica a nuestras ideas religiosas y a lo sobrenatural, se convierte en fe, y dada la inversión y el compromiso emocional (Ej., a la vida ‘eterna’ después de la ‘muerte corporal’) para y con esa creencia, ésta adopta una nueva dimensionalidad emocional que inhibe el análisis critico. La razón es la capacidad intelectual de comprender y de inferir la validez de la evidencia y de buscar la confirmación (por medios empíricos o por deducción o inducción lógica) de lo que constituye el conocimiento y la realidad. En la mente sana y bien adaptada, la creencia y la razón cooperarían como dos modos complementarios de estar en, y de relatar con el mundo y de navegar a través de la realidad; creencia y razón armonizarían conforme la mente-cerebro interpreta eventos y dirige nuestro mundo interior y nuestra conducta. En tal contexto mental, equilibrado, sano y adaptado, las creencias servirían como indicaciones o conjeturas temporales en la ausencia de la confirmación empírica o al menos lógica. La razón, por lo contrario, nos ampliarían los límites de lo conocido y de lo cognoscible a través de un consenso objetivo subordinado a un procedimiento metódico – el método científico por definición.


Ambos, la creencia y la razón, tienen su lugar en el funcionamiento psicológico y cognitivo del individuo bien adaptado. De hecho, con frecuencia tenemos que tomar decisiones y desempeñar conductas basándonos en información que suponemos o creemos ser correcta (o casi correcta), ya que el escepticismo continuo aplicado a todas las cosas que no pueden ser empíricamente confirmadas incapacitaría el individuo relegándolo a una especie de parálisis neurótica. Desde la perspectiva evolutiva, aquellos individuos que insistieron que el tigre se mostrara a plena vista antes de emprender su escape del mismo o eran corredores extremadamente veloces o efectivamente se auto-excluían del acervo genético librando a la siguiente generación de su potencial estupidez hereditable. En un ejemplo más actual, nos inscribimos en programas académicas extensos, con frecuencia a gran costo personal y económico, bajo la suposición, la creencia, de que nuestras vidas serán lo suficientemente largas como para beneficiarnos de la inversión. La creencia implica la conclusión o acabamiento mental de un patrón incompleto. En el ejemplo del tigre, oímos sonidos, leemos señas, u observamos el comportamiento de otros animales y pájaros que nos rodean; entretanto nuestra mente-cerebro completa el escenario (¡tigre!) y activa una respuesta conductual acorde al mismo (¡corre!). Información suficiente se nos presenta sobre la situación que, desde el punto de vista probabilístico, nos sentimos lo suficientemente seguros como para actuar como si la presencia del felino fuese completamente confirmada.


Igualmente inadaptado es desesperadamente aferrarse a una creencia tradicional (religiosa) mientras que nos empecinamos neciamente a negar toda evidencia empírica que la contradiga. Aquellos participantes en la Rebelión de los Boxers de finales del siglo XIX y principios del XX en la China que creían que sus poderes esotéricos marciales les iban a rendir impérvios ante las balas occidentales lo hicieron a gran costo personal – de hecho entre 50,000 y 100,000 sucumbieron ante su estupidez. De igual manera, los ritos ceremoniales del amerindio sirvieron de bien poquito para poner un alto a la invasión de colonizadores europeos cuya superioridad tecnológica, y enfermedades infecciosas, demostraron ser abrumadoramente insuperables e impérvios a las encantaciones hechiceras de sus chamanes. Una vez que la evidencia empírica niega el supuesto patrón (la creencia), la mente-cerebro adaptada debería aceptar la evidencia, rechazar la hipótesis, y cambiar de parecer y de estrategia.


Si los temas que la mente-cerebro entretiene se limitaran a eventos externos o fenómenos que en última instancia son material óptimo para un análisis objetivo y racional, entonces no solamente sería nuestra constitución mental como especie sustancialmente más simple de lo que es, sino que no existiría ni la religión, ni el terrorismo fundamentalista religioso, ni el narcocomercio, ni – por ejemplo – la oposición entre la fe y la razón puesto que careceríamos por completo del sustrato biológico preciso (el cerebro humano moderno) para sostener tal dicotomía en nuestras mentes. Un ejemplo primordial es la existencia de nuestra relación con lo supernatural, conocido también como “cuestiones trascendentales”. Es precisamente ese apego emocional, de hecho la dependencia adictiva, con una relación con lo supernatural que presenta y representa el más alto nivel de la complejidad de nuestras representaciones mentales y de nuestros trastornos auto-disociativos y auto-enajenadores. Ciertamente, la maravilla evolutiva del órgano de la imaginación que es el cerebro humano trajo consigo una patología inherente que tenemos que diagnosticar y remediar si no queremos seguir el camino del resto de los homínidos que nos precedieron: la extinción.


La mente humana puede ser consciente de una enorme variedad de experiencias. A pesar de toda esta diversidad, las experiencias conscientes se pueden dividir en tres categorías amplias. Una categoría de estas experiencias consiste en nuestros estados internos como son (1) las emociones como la alegría, la tristeza, la ira, y (2) los impulsos fisiológicos, como la sed, el hambre, el dolor, o la fatiga. Una segunda categoría consiste en las experiencias que resultan de la información que nos llega del mundo exterior a nuestro sistema nervioso central, estímulos que infringen sobre nuestros órganos sensoriales y dan lugar a nuestras percepciones como la visión, la audición, el gusto, el olfato, la sensación táctil, el dolor, la posición de nuestros miembros, etc. Pero existe aún otra categoría de experiencias mentales constituidas por los sueños nocturnos, las fantasías diurnas, las memorias de eventos pasados, y las imágenes mentales que empleamos para resolver cierto tipo de problemas y formular escenarios mentales estratégicos. Lo que todos esos tipos de experiencias tienen en común es que están constituidas por imágenes en todas las modalidades sensoriales como la visual, la auditiva, la táctil, la olfativa, el dolor, la temperatura, etc., pero son creaciones de la mente-cerebro en ausencia de información del mundo exterior a sí mismo que contacte y estimule los órganos sensoriales. Colectivamente nos referimos a esa clase de experiencias como a imaginocepciones. Nuestro mundo experimental, ‘vivencial’, se constituye de emociones e impulsos fisiológicos, percepciones, e imaginocepciones, y estas experiencias no siempre están de acuerdo en cuanto a la información que relatan ya que pueden ser, como veremos a lo largo de los artículos de presente tomo, influenciados por esquemas errados, arraigados en hipótesis (creencias) desprovistos de fundamento empírico, objetivo, o racional.


Ambos la fe y la razón se basan en la habilidad de trascender la experiencia inmediata del mundo que nos rodea, del mundo accesible a los sentidos, para conectar con lo intangible, con lo inadvertido, para deducir lo que no está disponible, y enlazar en una relación metafórica (y simbólica) con el mundo que nos rodea: en otras palabras, para imaginar. El origen de la mente moderna se representa en el record arqueológico por dos clases de comportamientos: el entierro ritualista de los difuntos, y la creación del arte chamánico. Cada una de estas actividades es una expresión de un deseo de manifestarnos más allá del mundo inmediato concebible por los sentidos, y de establecer una relación con dominios o dimensiones imaginarios transcendentes y supernaturales.


Quizás la noción de dominios más allá del mundo ordinario de los sentidos comenzó con el descubrimiento de una consciencia en la forma de sueños (imaginocepción) mientras dormíamos y que nos transportaba a lugares bien distantes del mundo perceptivo de los sentidos al que nos despertábamos. Es posible que fuera a raíz de estas observaciones que comenzáramos a desarrollar ideas de la existencia de una parte ‘esencial’ del yo, de un ‘alma’, de un ‘espíritu’, y de su capacidad de ‘separarse’ del cuerpo para viajar a dominios distantes. Posiblemente fue en la observación de que la inmovilidad del cuerpo que caracteriza la fase del sueño REM mientras dormimos se asemeja a la muerte lo que dio vigor a la especulación de que esta parte ‘esencial’ de nosotros en la que reside la consciencia también emigra del cuerpo durante la muerte a otras dimensiones. Como fuera que tuviera lugar, el record arqueológico muestra que elaboradas teorías especulativas sobre la naturaleza de la “post-vida” entraron en existencia con la evolución intelectual de la mente-cerebro y de su concurrente facultad de la imaginación.


Por otra parte, mientras que es posible que estos desarrollos intelectuales de por sí sean responsables por la capacidad humana para el desarrollo de esquemas supernaturales, en sí no explican la necesidad por las mismas, necesidad que se confirma con la carencia de cualquier cultura humana sin una teoría o hipótesis tradicional respecto a lo sobrenatural. Para comprender esto debemos regresar a la complejidad característica de un ser social que puede experimentar remordimiento, miedo, o morriña encarado con la ausencia de alguien o de algo, y mayormente de ansiedad cuando enfrentado con la incertidumbre. El impulso intelectual a la imaginación y el deseo emocional de trascender la muerte y de existir en un dominio más allá de la percepción es tan innato a nuestra especie como cualquiera de nuestros más apremiantes impulsos biológicos, tales como la necesidad de reproducir o de comer. Es en la combinación del intelecto (la imaginación) y del complejo emocional de un ser social que desarrollamos la necesidad psicológica para la hipótesis de, o la creencia en, lo sobrenatural, es decir, para la fe, para la religión. Por consecuencia, la creación de esquemas imaginarios es tanto un producto de nuestra maquinaria cognitiva y afectiva (emocional) como lo son los desarrollos de la tecnología moderna que los desafía y los amenaza de mil maneras con la obsolescencia.[1] No obstante, las creencias concernientes a lo sobrenatural o trascendente, particularmente para el fundamentalista religioso, son a menudo las premisas sobre las cuales nos basamos todo lo que pensamos y/o sentimos: de ahí muchas veces las incongruencias e inconsistencias inherentes en nuestra conducta.


La creencia da significado a la vida, da una razón a nuestra existencia, y configura la forma en la que tratamos con y experimentamos al mundo. Para el hindú que verdaderamente cree en la reencarnación, los organismos de vida a su a alrededor adoptan un significado muy diferente que para el cristiano (creyente en la divinidad de Jesús) que cree que solamente los seres humanos están dotados de ‘alma’. La naturaleza del Nuevo Mundo fue vista, y tratada, de forma muy diferente por los colonos europeos cristianos, para quienes la naturaleza es un mero recurso concedido por Dios para ser consumido, que para el Amerindio, para quien la naturaleza es integral al dominio de lo sagrado. En otras palabras, los esquemas trascendentales, concernientes a la “post-vida”, impactan significativamente el “cómo” y el “de qué manera” vivimos nuestras vidas.


Son precisamente esos mismos esquemas transcendentales los que están bajo asedio constante en el mundo de la actualidad. Filósofos contemporáneos tienen un término para referirse al ‘estado de las cosas’ en nuestra era: posmodernismo. El zeitgeist o el “espíritu o esencia de nuestros tiempos” es uno en el cual nos podemos reconfortar con pocas verdades absolutas, y en el cual domina la decadencia de valores tradicionales, de conceptos como la moralidad o como el honor, y donde hay una inmensa incertidumbre en cuanto a la identidad, la sexualidad, el propósito de la vida, y de la naturaleza del bien y del mal. Estamos siendo amenazados y asediados por tal grado de inseguridad en todos los sentidos – mental, espiritual, física, y económicamente – que todo pierde su significado esencial; de hecho venimos a entender que nada tiene un significado esencial más allá de lo que uno le atribuye de acuerdo a la identidad que uno escoge para sí mismo – o de lo que otros le obligan a escoger.


Este estado del pensamiento colectivo de la civilización occidental fue previsto con gran acierto por varios pensadores a finales siglo XIX. Según Friedrich Nietzsche lo que estamos experimentando son las numerosas ramificaciones de la “muerte de Dios,” del derrumbamiento de los cimientos de creencias absolutas en los que se basan nuestra moralidad y nuestros valores tradicionales (judeocristianos y musulmanes) que daban motivo, servían de punto de referencia, y otorgaban un sentido de destino a nuestras vidas y a nuestras ‘almas.’ “Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado,” dijo Nietzsche, y puesto que está muerto, añadió Dostoievsky, “todo nos es permitido” – aparentemente hasta nuestra propia autodestrucción. Como civilización no hemos logrado todavía encontrar una resolución al estado de disonancia psíquica – cognitiva y afectiva – resultante de (1) la pérdida de la creencia factible en la existencia, efectividad, o interés de la entidad suprema y (2) la correspondiente pérdida de la creencia factible en una existencia post-vida que, respectivamente, asegure nuestro bienestar (‘espiritual’) y nuestra continuidad eterna (‘post-mortem’). De hecho, psicológicamente, la característica central de nuestro mundo posmoderno podría ser precisamente la evasión neurótica de la toma de consciencia – no digamos de las consecuencias – de esos dos factores centrales de nuestra existencia. Las verdades que acechan, que acosan y que asedian al hombre posmoderno son simples: dios no existe y después de esto no hay nada. Con la muerte de Dios nace la era de Verdad (con ‘V’ mayúscula), de la Libertad por adoptar una identidad y de la Responsabilidad de vivir con nuestra elección. La importancia de la Identidad es un tema central e integrante de muchos de los ensayos de este tomo.


Como indicó Nietzsche, el advenimiento de la Verdad traduce en una crisis de significado, ya que, cuando nos enfrentamos con la extrema indiferencia del universo y la finitud de nuestra existencia no podemos sino preguntarnos “¿por qué (existimos)?” y “¿para qué (molestarnos)?” – mientras tanto nos tambaleamos al borde del gran abismo del nihilismo.[2] En la era posmoderna las enseñanzas de los grandes filósofos existencialistas que abogaron por la búsqueda del significado de la vida en la experiencia personal del individuo mientras aceptamos incondicionalmente la “indiferencia benigna del universo” (Camus), deja a la mayoría enfrentándose con el abismo insuperable de su propia desesperación, puesto que esa gran mayoría ni llega a la sofisticación filosófica necesaria para entretener el significado conceptual de un ‘ocaso nihilista’. Por lo tanto, el individuo posmoderno, incapaz de volver en el tiempo a la creencia en un universo ‘encantado’ (mágico, sobrenatural, divino), e igualmente incapaz de avanzar y trascender su dependencia infantil por la protección de entes sobrenaturales y por la continuidad ‘post-mortem’ de su existencia vital, permanece un fugitivo permanente del implacable espectro de su propia ansiedad existencial; existe en un estado de auto-alienación patológico similar a aquel que, aterrado por la imagen de su propia sombra, hace todo lo imposible por evitar ser incluso consciente de la existencia de la misma. La situación es gravemente patológica y seriamente volátil. A pesar de todo su genio y de sus tremendas introspecciones en cuanto a la existencia (y hasta cierto punto de la naturaleza) del ‘subconsciente’ humano, Freud estaba completamente equivocado cuando predijo el ocaso de la religión una vez que la humanidad hubiera madurado más allá de la necesidad de la protección paternal divina. Es posible que fuera su propia gran madurez intelectual la que le hizo incapaz de comprender hasta qué punto la creencia en la existencia de entidades sobrenaturales protectoras (incluyendo la creencia en uno o más seres supremos) y de un inframundo (dominio ‘post-vida’) resuenan en la psique humana.


Conforme la ciencia exigía pruebas y evidencias, y el último bastión de la religión (occidental) venia a ser la creencia absoluta, la fe ciega se convirtió en el minotauro para ser degollado. La ciencia logró su propósito, pero mientras que el minotauro de la fe ciega, protector de dios y de la pos-vida, yace difunto, nos encontramos a la vez victoriosos y perdidos, extraviados en el laberinto de muros encriptadas de nuestra época, una época de crisis de verdad y de crisis de realidad, y por lo tanto de crisis de identidad y de significado.


Es importante revisar exactamente cómo llegamos a este estado crítico. Como Teseo entrando al laberinto para combatir la bestia-humana es muy probable que precisemos del hilo de Ariadna para retroceder nuestros pasos y alcanzar la seguridad de la salida. En el proceso, al descubrir la historia de nuestra patología, descubriremos que nuestra crisis no ocurrió solamente con el advenimiento de las ciencias, sino que fue catalizada por los encuentros multiculturales de nuestro Pueblo Global y asistida en gran medida por las crecientes disparidades socioeconómicas entre clases sociales y regiones políticas: disparidades de tal magnitud que en la naturaleza ocasionarían huracanes. Ciertamente las ciencias no pueden atribuirse la verdadera victoria; las religiones occidentales ante todo contenían las semillas de su propia destrucción al precisar de doctrinas absolutas y refutables como son la creación del mundo en x días, o la creación del ser humano en imagen y semejanza de Dios. Conforme el mundo se encogió experimentamos creencias contrapuestas a, y a veces rivales de, nuestras nociones del universo y de nuestro lugar en él. Al final, la derrota de la teoría monoteísta del convenio con un dios protector viene a ocasionarse tanto en las contradicciones y en las inconsistencias dentro de un mismo esquema religioso, como en sus incompatibilidades en comparación con otros esquemas igualmente apremiantes.


Es aquí, en ambos frentes – el de la inconsistencia interna y el de la incompatibilidad comparativa externa donde más daño ha sufrido la tradicional fe religiosa basada en el convenio monoteísta. En el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX se llevaron a cabo esfuerzos, por medio de figuras como Carl Jung y Joseph Campbell, para superar el desorden de esta situación proponiendo perspectivas según las cuales todas las religiones del mundo de algún modo profesaban las mismas verdades. No obstante, estos intentos estaban predestinados al fracaso en espera a perspectivas más eruditas, y más objetivas, que nos revelaran los detalles, los hechos, y hasta las mismas premisas esenciales de las religiones individuales. De hecho, mientras que es cierto que existen grandes similitudes entre las tradiciones religiosas mundiales, son muchas, demasiadas, las incompatibilidades para poder ignorarlas. La creencia cristiana en ‘un alma’ para ‘un cuerpo humano’ es incompatible con las doctrinas hindúes de la reencarnación, y ambas se contradicen por la declaración del Buda de ‘anatman’ o de “no alma.” Para los judíos y los musulmanes, la idea de un hijo de Dios (tal y como los cristianos ven a Jesús) contradicen sus nociones sobre el monoteísmo: la Santa Trinidad es una violación fundamental de la doctrina de un solo Dios. Por otra parte, para el cristiano (católico o miembro de cualquiera de las más de cuatrocientas cincuenta denominaciones Protestantes) la divinidad de Cristo es central; rebate este punto y la integridad ideológica del sistema de creencias se disuelven como un castillo de arena ante la implacable marea.


Hasta ahora he argumentado que los orígenes de actos aparentemente irracionales tales y como los propios del terrorismo religioso fundamentalista, se pueden ubicar en la fricción psicológica y emocional entre la razón y la fe, entre las ciencias y la religión. Además, he afirmado que el aumento del multiculturalismo y de la comunicación entre las diversas y dispares culturas características del Pueblo Global ha traído consigo el contacto, y la oposición, entre creencias religiosas que antaño estaban confinadas a estrechas y exclusivas regiones sociopolíticas. Este sometimiento a esquemas trascendentales incompatibles aumenta la inherente incertidumbre propia de cualquier sistema religioso. En este sentido el dogmatismo rígido propio de los sistemas religiosos monoteístas occidentales – el judaísmo, el cristianismo, y el Islam – que profesan verdades absolutas se vieron mucho más afectadas que las tradiciones orientales, algunas de las cuales, como las diversas vertientes del Budismo como el Zen, se presentan como más factibles y adaptadas ante las necesidades psicológicas del ser posmoderno.


No obstante, para acabar de entender las crisis en las que nos hallamos no basta recurrir a la insolvencia del sistema internacional de creencias y de valores; hay también factores socioeconómicos y políticos adicionales por considerar para apreciar la compleja condición patológica propia del mundo actual. La trascendencia concierne a cómo nos relacionamos con el universo en una manera que extiende más allá de los límites de nuestra vida. En cuanto más se asemeja esta vida a un valle de lágrimas, más apremiante, y más psicológicamente indispensable se convierte la creencia en la post-vida. No es sorprendente, por lo tanto, que el fundamentalismo religioso Islámico y el culto a la Santa Muerte en México, sean ambos propios de las economías de tercer mundo, o de las clases sociales más desaventajadas del primero. Para aquellos de nosotros criados en el occidente y que han beneficiado de los cambios repentinos ocasionados por las ciencias y la tecnología, las cuestiones trascendentales puede que sean difíciles de reconciliar con la realidad que nos rodea, pero las conveniencias y las comodidades de nuestra existencia material nos ayuda a enfocar en el valor del aquí y del ahora – precisamente es por eso que el mundo occidental se lanza tan desesperadamente hacia el consumo material.


Pero para aquellos que se quedaron atrás por el cambio, para quienes cuyas circunstancias culturales o sociales permanecen propias de la Edad Media, el progreso científico y tecnológico es el enemigo que se plantea no solamente en un frente material externo, sino más significativamente en un frente espiritual o religioso interno. No es solamente la calidad de sus vidas que está bajo ataque, sino que es también la validez racional de su existencia en la post-vida la que está en jaque. Además, para los individuos del tercer mundo con una educación religiosa tradicional que quedan expuestos a los principios y a las teorías de las ciencias, la disonancia cognitiva es aun mayor ya que la nueva información sobre la naturaleza de la realidad que adquieren desafía a sus creencias – y con ellas a su identidad y a su concepto de la realidad y de la post-vida – desde sus mismos cimientos. Vemos por ahora al menos tres reacciones ante estas circunstancias, todas tremendamente peligrosas para la estabilidad del mundo occidental en general y para la seguridad de los Estados Unidos en particular: el terrorismo fundamentalista religioso (Islámico o cristiano), el culto a la muerte propio del nuevo movimiento religioso mexicano de la Santa Muerte, y el consumo masivo de sustancias estupefacientes.


Para la mente religiosa musulmana o protestante, rodeada de lo posmoderno, sometida a la depravación económica del tercer mundo o del “tercer mundo en el primero,” y desafiada por los valores de otras culturas, la tentación de la postura fundamentalista – el ceñirse a la verdad absoluta de sus creencias religiosas – ofrece un módico de seguridad psicológica por la cual merece la pena matar o morir y que inspira demasiadas veces reacciones violentas propias de un animal que se percibe acorralado. Los eventos trágicos del 11 de septiembre del 2001 hicieron presentes para el público americano e internacional las violentas y a menuda ignoradas facetas del fundamentalismo religioso. Ideas fundamentalistas en cuanto a la “verdad absoluta” chocan cada vez más y más con las nociones del “relativismo” o del “perspectivismo” propias del mundo posmoderno. En los mismos EE.UU. agendas políticas que surgen de movimiento teocráticos inevitablemente chocan, y seguirán chocando, con conceptos democráticos de la libertad de escogencia como en el caso de los derechos al aborto. Los proponentes del creacionismo que se adhieren a una interpretación literal y particular de un antiguo texto religioso, pretenden argumentar de igual a igual a favor de su visión mítica del mundo y en contra de la teoría evolutiva del mismo. Resultaría cómico si no fuese tan trágico: no contentos con intentar ganar posición en el debate libre de ideas, igualmente recurren a la violencia convencidos del mandato divino de su causa. Recuerden que la política del Destino Manifiesto y de la Doctrina Monroe son meras aplicaciones de la presunta favor divino del cual goza los EE.UU. (“In God We Trust”) que le otorga el derecho de imponerse a sus vecinos, especialmente a los de origen no anglosajón.


En México la repentina aparición y popularidad de la Santa Muerte, religión que cultiva la adoración a la muerte como deidad, acompaña la creciente oleada de violencia, de crimen, y de inestabilidad sociopolítica dominante en todos los estados del país – pero también presagia, evidencia, y representa la falta de creencia en un Dios efectivo. En México, donde el convenio social brilla por su ausencia, cada día se más pierde de vista en convenio divino. Categorizado recientemente por el JOE 2008 como un estado de posible colapso repentino debido precisamente a la impotencia y corrupción gubernamental, México ostenta casi un 40% de su población viviendo en condiciones de pobreza y un 10% en pobreza extrema. No debería ser sorprendente, bajo estas condiciones, que surgiera un culto a la muerte que sirviera como amparo tanto para los criminales, los policías, los militares y la población general. La Santa Biblia de la Santa Muerte afirma lo siguiente: “en México se vive la muerte y para la muerte.La Santa Muerte es el amparo de todos aquellos que conviven con la muerte, es decir, de todos aquellos que viven con la inseguridad, que sufren la ansiedad de perder la vida en cualquier momento, y que a su vez viven bajos condiciones tan plagadas de angustia que nada de la vida merece veneración. Ante el filo del abismo nihilista los adherentes a la Santa Muerte se lanzan en picado hacia su propio ocaso. El terrorista fundamentalista religioso y el creyente en la Santa Muerte tienen algo muy peligroso en común para aquellos que benefician de una existencia en el aquí y el ahora: ambos creen firmemente que a través de la muerte van a lograr una vida mejor.


Pero la conducta patológica no reside exclusivamente en la irracionalidad de las acciones o de las creencias de ciertos individuos de acuerdo a sus ideales religiosos – como en el caso de aquellos que sacrificaron sus vidas para llevar a cabo ataques contra los EE.UU. el 11 de septiembre del 2001. La sintomatología de la neurosis, el patrón de síntomas característica del estado actual de nuestra civilización está plenamente difundida. Recordemos que la patología se muestra en la maldad de unos y en la estupidez de otros (o tal vez de ambas en los mismos). Ésta última – la estupidez – se manifiesta particularmente, por ejemplo, en la forma en la que los EE.UU. se niega a reconocer el peligro inherente a su propia seguridad ocasionada por la existencia de países de tercer mundo repletos de miseria económica tan próxima a – o colindante con – sus fronteras nacionales. La tremenda diferencia entre la riqueza económica de los EE.UU. y de tantos de sus países vecinos, notablemente México, metafóricamente forman dos frentes de enorme diferencial de temperatura y presión y da lugar potencial a una constelación de huracanes que amenazan batir, sino arrasar, a la seguridad física y psíquica de la última superpotencia. Estamos viendo el temporal manifestarse con la creciente oleada de violencia del narcocomercio mexicano en territorio americano.


También se muestra la estupidez en la forma en la que el primer mundo trata de escapar de la Verdad mediante el uso y abuso de sustancias intoxicantes como el alcohol, los narcóticos ilícitos o los narcóticos de receta. Recordemos que el consumo promedio de los EE.UU. de narcóticos ilícitos es más que el doble de la tasa mundial. Es decir, mientras que el fundamentalista religioso (Islámico o Protestante) contempla la destrucción del mundo confiado en que asumirá una posición privilegiada en el paraíso, y mientras que el mexicano venerador de la Muerte como dios decide negociar directamente con la misma como ‘causa’ (agente causante de su mortalidad) y como ‘destino’ (agente guardián de ‘la post-vida’), dejando como obsoleto el convenio divino, el norteamericano decide buscar el escape ocasionando su propia inconsciencia y progresiva, o repentina, autodestrucción. Los tres resultan ser respuestas o conductas netamente inadaptadas al mismo problema: la crisis existencial posmoderna. En todo caso el ser humano teme, más que nada, el efecto libertador de la Verdad que le impone una responsabilidad de acuerdo a sus capacidades intelectuales: escoge tu propia identidad, forja tu propia realidad. Espantado de lo que esto implica muestra su predilección por la destrucción propia y ajena. Aun en el caso del narcoconsumo, si tomamos en cuenta el adagio capitalista de la ley de la oferta y la demanda, el tremendo mercado americano no puede sino corromper cualquier país vecino que por necesidad socioeconómica se vea en la situación de ceder a las presiones de la economía capitalista y abastecer su insaciable demanda por producto estupefaciente. México y Colombia, entre otros, son el resultado de la narcoadicción americana, que a su vez amenaza también a la destrucción de los EE.UU. (Hay una “justicia poética” – un resultado en el cual el bien triunfa sobre el mal por medio de acciones indirectas – en evidencia en ese proceso.)


La patología, (llamémosla de nuevo por su nombre en este caso – la estupidez) también está presente en la medida en la que el gobierno americano rehusó seguir las advertencias de sus propios analistas de inteligencia que previeron con bastante adelanto los desastres que se ocasionarían con el seguimiento del Plan Colombia y los resultados de la exaltación de los carteles narcotraficantes mexicanos: un oficial senior del Programa de Estudios de la Seguridad Nacional (National Security Studies Program) y comandante de la guardia costera de los EE.UU. en su reporte de inteligencia del 2001, titulado “Apoyo de los EE.UU. por el Plan Colombia: Pensando Reconsiderando los Fines y los Medios”[3] predijo claramente los resultados desastrosos del plan Colombia junto con el resultado del presente fomento de los carteles mexicanos. El documento además añade que si la idea del plan Colombia se ‘vendió’ al publico americano con la intención de reducir la disponibilidad de la droga en las calles de America entonces la intención fue o “ingenua o embaucadora”. Es decir, ya en el 2001 el reporte predijo tanto el fracaso del Plan Colombia en limitar, olvidémonos de eliminar, el tráfico de cocaína proveniente de aquel país, como el privilegio de gastar centenares de miles de millones de dólares del contribuyente americano para contribuir al auge de los carteles de narcotráfico mexicanos y la creación de un tremendo riesgo a la seguridad nacional de los EE.UU.


La patología también (no se sabe esta vez si maldad o estupidez) se encuentra en la vista gorda que dieron muchos, demasiados, oficiales americanos para permitir que los eventos del 11 de septiembre transcurrieran en absoluto. Por ejemplo, según un reporte del 1999, los escenarios probables de un ataque por parte de Al Qaeda en retaliación por el bombardeo americano de sus instalaciones en Afganistán en el 1998, incluían estrellar aviones contra el Pentágono, la Casa Blanca, o el Cuartel General de la CIA.[4] Y sin embargo, miembros conocidos de Al Qaeda fueron permitidos entrar a los EE.UU., e inscribirse y entrenar en escuelas de aviación. Por lo tanto, declaraciones de shock y sorpresa promulgados por todos los niveles del gobierno americano que siguieron los eventos del “9-11” eran o una expresión de ingenuidad (léase estupidez) o un intento de embaucar al público americano y absolverse de su complicidad en la tragedia por negligencia criminal (léase maldad). La existencia del reporte de inteligencia publicado con dos años de anterioridad afirma que el desastre se pudo haber evitado, niega la posibilidad de alegar ‘sorpresa’, y afirma la responsabilidad negligente por falta de acción preventiva.


La patología (estupidez y maldad) también se manifiesta en el hecho de que los EE.UU., que continúa acogiendo a toda una serie de movimientos fundamentalistas terroristas (angloamericanos) cristianos en sus propias fronteras, se olvida de que antes del “9-11”, el ataque terrorista de mayor devastación en territorio americano se llevó cabo el 21 de abril de 1995 y no por un grupo fundamentalista islámico, sino por uno cristiano anglosajón: Timothy McVeigh. Es conveniente señalar que el mismo reporte de inteligencia del 1999 que anunciaba el ataque de Al Qaeda, continúa con la tradición americana de no designar a estos grupos anglosajones cristianos como terroristas sino como “organizaciones de extrema derecha” ignorando así la ideología fundamentalista y la retórica netamente violenta y completamente comparable a los movimientos islamistas del oriente medio y de Asia menor.


En un mundo en el cual el acceso a armas de destrucción masiva ha sido cada vez más facilitado por los mismos ideales de libertad que tanto valoramos, el error de no reconocer el riesgo que nuestra patología neurótica (maldad y estupidez) presenta constituye una clara e inminente amenaza a nuestra supervivencia como especie. Si como individuos, instituciones, comunidades, naciones, o culturas, tenemos la esperanza de comprender las fuerzas que mueven a seres humanos a adoptar posiciones extremas – de maldad, de estupidez, o ambos – y de cometer atrocidades contra otros seres humanos, entonces no tenemos que ir más allá de nuestro propio temor a la muerte y de nuestro apego a seres y a dimensiones empíricamente no verificables, ya que es en aquellos mismos recesos de la mente humana, donde yacen ambos la capacidad y el deseo de la experiencia trascendente, donde encontramos la raíz de nuestra patología autodestructiva. Sin duda alguna, conforme nos examinamos profunda y honestamente desde el ojo del huracán concluiremos que hemos visto al enemigo – y somos nosotros.
por Shodai J. A. Overton-Guerra








[1] Imagínense si se pudiera clonar cualquier órgano, cualquier tejido, hasta el cerebro mismo y por implantación quirúrgica evitar la muerte salvo en caso de accidente graves – ¿qué serían de las “religiones de post-vida” que se basan en promesas efectuadas “después del hecho”? Simple: perderían su vigencia a favor de tradiciones existenciales que enseñan, como el Zen o como MAMBA, como lidiar con los agentes estresantes del aquí y del ahora, como atribuir significado propio a la vida, y la importancia de saber escoger una identidad y de tomar responsabilidad por quienes somos y por lo que representamos.
[2] El nihilismo “es una posición filosófica que argumenta que el mundo, y en especial la existencia humana, no posee de manera objetiva ningún significado, propósito, verdad comprensible o valor esencial superior” (Wikipedia).
[3] “U.S. Support of Plan Colombia: Rethinking the Ends and the Means”, Stephen E. Flynn, mayo 2001.
[4] “Who Becomes a Terrorist and Why: The 1999 Government Report on Profiling Terrorists”, Rex A. Hudson, página 15.

INTRODUCCIÓN: "...es guerra la vida, y vivir y militar es una misma cosa", por Shodai J. A. Overton-Guerra

A modo de introducción a la colección de artículos y ensayos que componen “Desde el Ojo del Huracán” he decidido comenzar con tres citas complementaria de tres grandes universales, genios de su tiempo. Las tres citas, de dos tiempos y de tres culturas muy diferentes, tienen en común algo que decir sobre la naturaleza guerrera de la existencia human. La guerra es de por vida en los hombres, porque es guerra la vida, y vivir y militar es una misma cosa,” nos dice el genio literario español Francisco de Quevedo [1580 – 1645], mientras que Nietzsche [1844 – 1900], que no precisa de introducción en dialogo culto, nos afirma: “De la escuela de guerra de la vida lo que no me destruye me hace más fuerte.” Por fin el psicólogo y filosofo William James [1842 – 19010] remata, “La belleza de la guerra en este sentido estriba en el hecho de que sea tan congruente de la naturaleza humana. La evolución ancestral nos ha hecho guerreros potenciales.” ¿Qué podemos concluir de las tres? Que para el ser humano, para su supervivencia, para su superación existencial, para su autorrealización se precisa aprender y adoptar del arquetipo del guerrero.



La introducción presente después pasa a incluir tres anotaciones seguidas de “la Bitácora de Shodai” (http://labitacoradeshodai.blogspot.com), mi blog-diario de pensamientos filosóficos e introspecciones.  Cada uno de las tres anotaciones tiene que ver precisamente con este tema, la importancia de la figura del sabio-guerrero y la crisis que causa su ausencia – uno de los temas fundamentales y germinales de toda mi producción literaria, filosófica, existencial y sociocultural. Sin dudas, en esta ya la segunda década del nuevo milenio, entramos en una guerra que representa la caída de un viejo paradigma socioeconómico, y si vamos a sobrevivir nuestra propia devastación como especie, será mejor que reconozcamos los frentes internos y externos a nosotros mismos desde el punto de vista psicológico, social, y cultural.
 

20 de junio de 2011, Playas de Tijuana, Baja California, México



ANOTACIONES PARA EL 30 DE MAYO 2011

148. Título de la Anotación: “La aniquilación y el ostracismo del ‘sabio-guerrero’ en la cultura iberoamericana.”



                He aquí un lobo adulto, el líder de una gran manada, el alfa macho. En su estado natural de libertad es regio, altivo, confiado; es fuerte, es sabio. La manada sobrevive gracias a sus atributos como líder; sabe organizar la caza, sabe mantener el orden. Lleva la responsabilidad del mando y los privilegios también: suyos son los cachorros, él es el primero en consumir de lo cazado. Aprendió su oficio de otro alfa, quizás su padre, y así se propagó una cadena de conocimiento, de sabiduría, desde los inicios de su especie hasta él, el presente. Su mirada impone, su presencia emana poder, confianza; demanda respeto, exige admiración. Captúrenle del bosque y traten de domarle, o incluso domesticarle: le encerrarán, le someterán a las más crueles de las torturas – que incluye privarle de su natural estado de libertad, de su identidad – pero domarle no es posible, mucho menos domesticarle. Jamás será un perrito faldero, no está en él. Le “nace” a la minima oportunidad, mientras que sus miembros respondan, huir en pos de su libertad; le surge que en la menor ocasión, por en cuanto sus dientes y mandíbulas sean capaces, luchar contra los agentes, vivos o inertes, de su cautiverio. Se le puede someter físicamente, se violentar su cuerpo, pero su espíritu siempre anhelará y gravitará a la libertad que es su derecho, que es su esencia, que es su ser.



Así es el auténtico sabio-guerrero: inquebrantable en espíritu, inagotable en voluntad; incesante en su afán de ser libre, libre en su afán de conocimiento; incansable en la búsqueda de la excelencia, de la auto-perfección; implacable en la realización de su misión. Como a Nelson Mandela, a Martín Lutero King o a Mahatma Gandhi, se le puede encarcelar en cuerpo pero en mente, en espíritu su esencia misma trasciende el dolor, el miedo, las cadenas, los guardias, los muros, y las vallas.



He aquí un lobezno, es decir, un cachorro de lobo; aun cuando le retiremos de la naturaleza, de la compañía de sus padres, de la guía y ejemplo que es para él el lobo alfa; aun cuando le privemos de la manada que completa su formación en calidad de lobo y que le inculca no solamente el conocimiento de la caza sino la disciplina y la jerarquía del mando, de la obediencia, del orden, aun así tampoco tendremos al final mejor suerte de la que tuvimos con el adulto de la especie a la hora de tratar de domarle, mucho menos de domesticarle. Cierto es que cuanto más pequeño y más joven le atrapemos más mostrará ciertas actitudes iniciales que nos alentarán en la fantasía de que algún día servirá de mascota fiel; pero llegadas ciertas etapas de madurez mental y física, el futuro de nuestro gozo, de nuestra ilusión caerá al fondo del pozo del proverbio, y la realidad se revelará como tal: sigue siendo un animal salvaje, libre de espíritu.



Claro está, que al privarle de la oportunidad crítica de saber lo que es, de completar el desarrollo de su identidad como especie libre, tampoco podremos devolverle a la naturaleza: perecerá desprovisto del conocimiento, de la práctica, de la sabiduría de cómo aplicar ese impulso biológico, propio de su condición de animal salvaje, hacia la libertad: sin el conocimiento y sin el entrenamiento de cómo ser un lobo no podrá sobrevivir. Pero una vez libre el cachorro buscará instintivamente a miembros de los suyos hasta que se encuentre en la compañía de un lobo adulto, de una manada que le acepte y que le encamine e inculque en el sendero de su especie. Así igual que ese lobezno es el pueblo inicialmente colonizado: vive perdido pero aún consciente de sus raíces; vive anhelando su identidad, añorando lo que les falta: la disciplina guerrera junto con la sabiduría cultural que le moldee a vivir de acuerdo a quién es. Ese pueblo aún sabría dar tributo, homenaje y respeto a aquel individuo que se les apareciera como su guía, como su maestro, y que, devolviéndoles su dignidad y razón de ser, les encaminara y disciplinara de acuerdo a quiénes son, a su identidad original.



Crucemos a generaciones de lobeznos capturados, progresivamente seleccionando a los más dóciles, a los más gentiles, desechando del acervo genético a los más agresivos y reacios. Con el transcurso de las generaciones acabaremos por último con una representación de la especie original que no solamente es domable, sino claramente domesticable. Nunca alcanzarán la madurez mental y emocional de un lobo adulto sino que se mantienen perpetuamente en una condición de cachorros, transfiriendo su dependencia en ese estado a sus amos humanos que reemplazan a sus padres de la manada ancestral. Faltos de un conocimiento de su identidad original, adoptan la identidad que sus captores y criadores les otorgue; son ya mascotas fieles, serviciales, totalmente subordinados y dependientes de los mismos seres que privaron a sus ancestros de su libertad, de su ser, de su identidad.



El resultado ya no es un lobo, ni tiene consciencia de, ni interés en serlo; pero tampoco es un humano, jamás lo será: son perros, ex-lobos despojados de su esencia lupina para convertirse en anexos humanos, en otros accesorios más de la civilización. Su alfa macho es el humano que lidera la familia; su manada es la familia misma. Ahora vive para servir a su amo. Y su enlace empático con, y su dependencia emocional del mismo es tal que vive solamente para agradarle, para sus caricias, aprobación y reconocimiento. Para convivir mejor con su familia humana se le disciplina a ser obediente, a venir cuando se le llama, a hacer trucos que resulten agradables, graciosos y entretenidos. A veces, en el mejor de los casos, desempeña una función con honor y dignidad como es el caso del perro policía o del perro lazarillo. Su comida ya no la aprende a cazar sino a buscarla en su cuenco; su existencia circula entorna a sus amos, es incompleto sin ellos. Camina ya no libre en pos de la gran caza, sino amarrado de una correa ceñida al yugo que es su collar. Es, con suerte, consentido y mimado, pero desprovisto de cualquier cosa que su ancestro llamaría “dignidad”. He aquí al perro doméstico, y he aquí el ser humano primer-mundista, el habitante “integrado” de este mundo “civilizado” creado, propiciado, y dominado por las potencias europeas, y su derivado angloamericano, desde el siglo XVI hasta el presente.



El ser humano “civilizado-integrado” es un profesional, un licenciado, un profesionista, un oficinista, un médico, un administrador, un deportista profesional, un artista de cine, un abogado, un policía, un militar, un banquero, un enfermero, un plomero o fontanero, un albañil, incluso un criminal – da igual cómo se gane la vida con tal de que encaje ordenadamente en el sistema socio-económico actual como consumidor – su misma humanidad se mide en términos de su demostrada capacidad de adquisición de bienes materiales: “tanto tienes, tanto vales”. El ser humano “civilizado-integrado” está múltiplemente esclavizado y enajenado de la naturaleza, de la humanidad, y de sí mismo mediante este sistema socio-económico iniciado y cultivado por el colonialismo europeo, y perpetuado y perfeccionado por el imperialismo corporativo transnacional estadounidense. Está enajenado de sí mismo puesto que desconoce su esencia, desconoce lo que es, lo que debe ser, y cómo transformarse. Este estado de enajenación personal le causa un gran vacío existencial por dentro, interior, que no sabe cómo rellenar y por consecuencia una angustia existencial que no sabe cómo abatir. Es precisamente este vacío existencial lo que la civilización y la colonización europea y el imperialismo transnacional corporativo han sabido mejor explotar y acrecentar.



De hecho, el proceso de la civilización occidental inculca al ser humano “civilizado-integrado” la idea, la necesidad, el impulso desesperado de buscar la solución a su angustia existencial por una parte en la aprobación de una deidad, y por otra en la gratificación inmediata, efímera mediante el consumo materialista de objetos innecesarios. Ambos recursos son externos a su persona, a su alcance directo e inmediato; ambos le esclavizan por dentro y por fuera. Ambas fuentes de su falso consuelo son externas a su poder personal, están deliberadamente, estratégicamente ubicadas por fuera de él, es decir, ni siquiera son soluciones a los cuales tuviera libre acceso aunque fuese el caso de ser verdaderas remedios a su dolencia – que por su puesto no lo son, sino todo lo contrario. La religión occidental y la corporación transnacional, como buenos traficantes de un narcótico psicológico-espiritual, inspiran un estado de adicción emocional con el cual esclavizan el cuerpo, colonizan la mente, y conquistan el espíritu de sus víctimas.  El ser humano “civilizado-integrado” está además enajenado del fruto de su trabajo –  “labor” lo denomina, palabra sinónima de “faena”, de “trastada”, de “mala pasada” –  en vez de encontrar en su obra, en su esfuerzo, cobijo, refugio, orgullo, complicidad, autorrealización. No obstante, el sistema ha inculcado en el “ciudadano-integrado” una necesidad de cumplir con su régimen de adquisiciones según el adagio de “lo tienes es lo que vales” en vez de “lo que eres es lo que vales,” y de acuerdo al lema “más es mejor” en vez de “mejor es más”.



                Sin embargo existe una condición canina por debajo de la del perrito faldero: he aquí el perro callejero. Naciera con amo o en la calle misma, el perro callejero es el anexo descastado, el accesorio desalojado de la civilización. Indeseado y abandonado, vagabundea por las calles enfermo, hambriento, descuidado, alimentándose de la basura, de los escombros. Es considerado la gran vergüenza, la gran alimaña, el gran símbolo de la suciedad, del despojo y de la decadencia de los centros urbanos; simultáneamente, para aquellos más sensibles, es el recuerdo inmediato de la crueldad y del egoísmo del ser humano y de la indiferencia que manifiesta con las especies de vida, incluso con aquellas que profanó en su esencia para satisfacer su propia necesidad o antojo.



Carente del espíritu y del conocimiento de su antepasado regio, y víctima de innumerables carencias y traumas, el perro callejero a pesar de ser técnicamente “libre” es incapaz de regresar a la nobleza de su punto de origen ancestral. Atrapado en un limbo existencial, a su vez tampoco es capaz de encajar fácilmente en un hogar en calidad de compañero doméstico, es decir, no sin la caridad y conocimiento de una mano experta que le entrene y discipline – suponiendo que tuviera la inmensa suerte de ser ofrecida dicha oportunidad. Desprovisto del conocimiento del orden, de la disciplina organizadora de la jerarquía de mando propia de la manada, el perro callejero no puede convertir su condición de desahucio en uno de libertad según el cuál tomaría la tremenda oportunidad de gozar de su liberación del yugo del collar, para regresar feliz y contento al estado de dignidad original de su noble ancestro “precivilizado” –  el lobo. He aquí el perro callejero; he aquí también el ciudadano tercermundista, el “ciudadano-desahuciado” del mundo civilizado.



Las poblaciones indígenas en particular, y los descendientes europeos colonizados de las Américas, de África, de Indonesia, y de Oceanía, etc. en general, fueron sometidas a un proceso análogo al de la domesticación del lobo, pero no precisamente con el objetivo de crear naciones de “ciudadanos integrados”, sino de todo lo contrario: de fomentar una masa de “ciudadanos-desahuciados” desorganizados, conformistas, ignorantes, incumplidos, irresponsables, etc., incapaces, al igual que el perro callejero, de beneficiarse de la condición de libertad que lograron como resultado de sus respectivos movimientos de independencia. El tercermundista, el “ciudadano-desahuciado”, al igual que el perro callejero, no puede ni retroceder a un estado de precolonización o de precivilización europea, ni tampoco posee las cualidades – el conocimiento, la cultura, la educación, el estatus socioeconómico, la disciplina, la autoconfianza, la motivación, etc. – para integrarse de pleno en – y competir con – el primer mundo. Es de notar que esta condición de “ciudadano-desahuciado” existe no solamente en los países tercermundistas, aunque ahí destacan por su porcentaje dominante de la población, sino también en el creciente margen socioeconómico fallido del, denominémoslo, “tercer mundo en el primer mundo” – las barriadas, los ghettos, los proyectos, etc., de Nueva York, de Los Ángeles, de Atlanta, de Chicago, de Paris, de Londres, etc.



Llamémoslos “Superpotencias”, “híperpotencias,” o simplemente “Imperios”, el resultado final es el mismo: una nación o pueblo más poderoso entra en una relación con otros con el fin de explotar sus recursos naturales y humanos. Debido a la desigualdad de poder – sobre todo militar y tecnológico – entre la “híperpotencia” y sus “socios”, la relación resultante conlleva una tremenda desigualdad de costos (sociales, culturales, naturales, etc.) por parte de los “socios” y de beneficios (económicos, estratégicos, etc.) a favor de la “superpotencia”. Esta desigualdad se extiende de tal grado que la relación se describe no en términos de una simbiosis de comparable beneficio mutual, sino de una explotación parasitaria en la que la superpotencia es un explotador de sus huéspedes, sobre todo de aquellos tercermundistas.



La relación de explotación, o al menos desigualdad de términos, entre clanes, pueblos, reinos, naciones, países es seguramente tan antigua como el concepto misma, pero la disparidad tecnológica y militar que mostraron los europeos con respecto al resto del mundo incluyendo y sobretodo los pueblos indígenas de África, Oceanía, y las Américas constituye una situación insólita en la historia mundial. Los resultados, que comenzaron en el siglo XVI con la expansión colonizadora europea y continua hasta el presente, han sido horrendos para estas poblaciones. Durante todo ese tiempo las fuerzas dominantes, ya sean del imperio, de la superpotencia, o de la híperpotencia, han tenido muchas oportunidades para perfeccionar sus estrategias de dominio y explotación. La explotación de un individuo o clase social o pueblo tiene niveles o fases. En la fase inicial los explotados aún saben lo que son; ésta es la fase más frustrante, arriesgada y menos productiva para el agente explotador: los dominados todavía saben que son lobos. Muchos recursos tienen que ser aplicados en evitar sublevaciones, sabotajes, motines, insurgencias, etc. El lobo alfa – el sabio-guerrero – no cede su libertad voluntariamente y sin una lucha feroz.



El nivel de explotación ideal, es decir, el último, requiere de una esclavización mental-espiritual del pueblo. En ese nivel la fuerza colonizadora ha logrado que la clase o el pueblo avasallado no solamente no se dé cuenta de su situación, sino que por lo contrario, esté o completamente indiferente a su estado, o convencido de que es tanto o más libre que sus ancestros, de esa forma participa plenamente en su propia explotación. Ese es el estado actual de la América Latina.



El viernes pasado, día 27 de mayo, 2011, durante el seminario de FITA y con el motivo del análisis del discurso de despedida del ex-presidente de los EE.UU. Dwight D. Eisenhower, acabé improvisando un breve seminario sobre la historia de la “Guerra Fría”, sobre la estrategia político-militar-económica del “Detente”, sobre el significado del neologismo “complejo industrial-militar” propiciado por Eisenhower durante ese mismo discurso, y sobre los efectos de la política exterior antisocialista y anticomunista estadounidense en el mundo iberoamericano. Estos efectos se expresaron de muchas formas y en numerosos ámbitos de las culturas de la América Latina: en la política, en la sociedad, en la economía, en la educación, en los valores materialistas, en la identidad individual y nacional, pero de ninguna forma más directa y más obvia que en la programación ideológica, cultural, y social anti-intelectualista que apoyara su política pro-fascista y anti-izquierdista. 



La civilización occidental, cuyos orígenes intelectuales parten del “gnothi seauton”, del “conócete”, del impulso de hallar respuesta al imperativo de “sabe qué eres” – ha entendido, aunque fuese inconscientemente, que a la hora de someter, dominar, colonizar a un pueblo – propio o ajeno – es de máxima prioridad extirpar, aniquilar, anonadar el mero impulso y la curiosidad de la búsqueda de la identidad y de la curiosidad intelectual en el mismo. Son precisamente esas dos corrientes filosóficas las que son el origen y la base de la ventaja intelectual europea convertida en la superioridad tecnológica-militar que permitió a sus naciones constituyentes, y a su derivado angloamericano, repartirse y someter al mundo. Como dijo Stalin: “Las ideas son más poderosas que las armas. No permitimos a nuestros enemigos armas. ¿Por qué les iríamos a permitir ideas?



EE.UU. durante y desde la Guerra Fría siguió una estrategia dirigida a proteger sus intereses nacionales en Latinoamérica contra la “amenaza Roja” del comunismo y del socialismo chino y soviético. Aparte de la protección de sus fronteras contra la amenaza de una temida invasión soviética, EE.UU., un imperio capitalista, se empeñó en proteger los intereses de las compañías transnacionales americanas operando desde Tijuana hasta Tierra del Fuego. Para resguardar estos intereses era preciso continuar y acrecentar el estado de mansedumbre e ignorancia que España y Portugal establecieron entre las masas latinoamericanas. Efectivamente, no hay que peder de vista que Iberoamérica ya había sido conquistada durante siglos y que el efecto de los EE.UU., en realidad, viene a ser solamente una extensión y continuación de la política colonizadora de las antiguas superpotencias Ibéricas.



¿Pero qué fue lo que más afectó a estos pueblos, a estas naciones, a estas comunidades, a estas familias que ocasionó que sus integrantes quedaran reducidos durante el proceso de colonización a ese estado de “ciudadano-desahuciado” de la comunidad mundial? ¿La pérdida de su idioma? No exactamente; los judíos en su mayoría ya no hablan hebreo fuera de Israel, pero siguen siendo la minoría étnica más exitosa de la historia. ¿La pérdida de sus creencias religiosas originales? No del todo; la implantación de las religiones occidentales monoteístas definitivamente ejerció un papel, y un papel fundamental en la conquista y subyugación espiritual de la población, pero la pérdida misma de sus creencias aborígenes no – de hecho nos vendría de maravilla una buena oleada de ateismo en mundo iberoamericano y en todo el tercermundista en general. ¿La pérdida de su alimentación, de su recetario de cocina? No, eso no. ¿El cambio de usanza indumentaria, la mudanza de sus vestimentas tradicionales? No, en absoluto. ¿La pérdida de sus danzas y costumbres rituales? No, claro que no. ¿De su calendario de festividades? Tampoco. Todas esas pérdidas al fin y al cabo son cambios normales que una cultura sometida experimenta durante el proceso de transformación bajo el dominio de una cultura superior: la Galia, la Germania, Hispania, bajo los romanos, por ejemplo. España bajo los Musulmanes, por citar otro. No, fue algo más lo que perdieron durante la colonización. Perdieron un factor mucho más decisivo, mucho más determinante que la religión, el idioma, la dieta, las celebraciones festivas, la vestimenta, etc. Perdieron, por diseño y estrategia, la presencia y la vigencia de la figura del sabio-guerrero, lo que en MAMBA-RYU venimos a llamar el Sennin. Una poesía náhuatl, que incluyo abajo en su transliteración original seguido de una traducción y comentario, describe la función del Sennin, del Tlamatini, con increíble precisión y elocuencia:



Tlamatini: El Sabio Náhuatl

In tlamatini
          El que sabe 

In tlamatini: tlavilli ocutl, tomavac ocutl hapocyo;
El que sabe: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahuma – que no causa humo, que no confunde las cosas, sino que las esclarece.

 tezcatl coyavac, tezcatl necuc xapo;
Un espejo horadado, un espejo agujereado por ambos lados.

tlile, tlapale, amuxva, amoxe.
Suya es la tinta negra y roja, de él son los códices, de él son los libros de pinturas. (El posee el conocimiento más sagrado sobre la identidad del pueblo.)

Tlilli, tlapalli. 
Él mismo es escritura y sabiduría.  

Hutli, teyacanqui, tlanelo;
Es camino, guía veraz para otros. 

tevicani, tlavicani, tlayacanqui.
           Conduce a las personas y a las cosas, es guía en los negocios, asuntos, humanos.


In qualli tlamatini, ticiti, piale,
El sabio verdadero es cuidadoso (como un médico) y guarda la tradición.


machize, temachtli, temachiloni, neltocani.
Suya es la sabiduría trasmitida, él es quién la enseña, sigue la verdad

Neltiliztli temachtiani, tenonotzani;
Maestro de la verdad, no deja de amonestar - de regañar, de reñir, de reprender, de corregir, de sermonear 

teixtlamachtiani, teixcuitiani, teixtomani;
Hace sabios los rostros ajenos, hace a los otros tomar una cara (una personalidad, una identidad), los hace desarrollarla.
 
tenacaztlapoani, tetlaviliani,
Les abre los oídos, los ilumina.  

teyacayani, tehutequiani,
Es maestro de guías, les da su camino, de él uno depende.

 itech pipilcotiuh.
           Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos;

 Tetezcaviani, teyolcuitiani, neticiviloni, neixcuitiloni.
Hace que en ellos aparezca una cara (una personalidad, una identidad).

Tlavica, tlahutlatoctia, tlatlalia, tlatecpana
Se fija en las cosas, regula su camino (de ellas), dispone y ordena – (impone orden, comanda.)

Cemanavactlavia,
Aplica su luz sobre el mundo – enseña, ilumina, adiestra.

topan, mictlan quimati.
Conoce lo (que está) sobre (por encima de) nosotros (y), la región de los muertos. (Lo transcendental.) 

Haquehquelti, haxihxicti,
El sabio (Es el hombre serio). 

itech nechicavalo, itech nenetzahtzililo, temachilo,
Cualquiera es confortado por él, es corregido, es enseñado.  

itech netlacaneco, itech netlaquauhtlamacho,
Gracias a él la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza. 

tlayolpachivitia, tepachivitia,  tlapalevia, ticiti, tepatia.
Conforta el corazón, conforta a la gente, ayuda, remedia, a todos cura.
 

Lo que estos pueblos, países, naciones, comunidades, y familias, habitados y repletos de “ciudadanos-desahuciados” han perdido de su consciencia presente e histórica es cualquier vestigio del arquetipo del sabio-guerrero, de aquél individuo, o género de individuos, capacitado para forjar una identidad nacional y personal de competitividad, de dignidad, de emprendimiento, de disciplina. Una identidad que abarcara con orgullo los logros ancestrales de generaciones pasadas – de todas sus raíces culturales – con vistas a la creación de un patrimonio nacional de honor y no de corrupción, de disciplina pero no de violencia, de compasión pero no de consentimiento surgiría de las cenizas coloniales como lo hizo Japón de su derrota durante la segunda guerra mundial. La eliminación del arquetipo del sabio-guerrero de la geografía mental, cultural, política, social e histórica del tercer mundo por parte de las fuerzas colonizadoras ha sido por decreto, por diseño y por estrategia, y ha sido un tremendo éxito. No es una pérdida de la cuál se recupere un pueblo, una nación, una cultura, una sociedad con facilidad.


El sabio-guerrero, representado por el dragón en ciertas culturas orientales, constituye en único individuo capaz de concienciar a una nación en cuanto a sus raíces y orígenes, el único capaz de educarles, de organizarles y de adiestrarles de acuerdo a los dictámenes de su identidad y encaminarles hacia su propia libertad:


“Es durante las grandes crisis cuando los hombres demuestran su verdadero metal. Muchos, demasiados, ante las primeras amenazas de tormenta se desentienden del mundo y se escabullen como viles alimañas a la oscuridad de sus madrigueras y escondrijos. Otros, los legionarios del cambio, esperan atentos al llamado de generales y profetas que los guíen e inspiren en la misión redentora. Y aún otros, enfrentados con la tempestad que amenaza nuestra destrucción, impulsados por el fuego de una gran pasión por la rectitud y el amor al prójimo, extienden sus alas contra el vendaval y se comprometen, hasta con su último aliento, a nuestra protección. Éstos han sido, y siempre serán, los dragones guardianes de nuestra sociedad.”



Shodai J. Alejandro Overton-Guerra



                El sabio-guerrero resulta siempre el máximo impedimento para la explotación de los recursos naturales y humanos de un país y por lo tanto resulta el primer individuo identificado, acosado y eliminado. Y en el proceso de la colonización misma, que siempre incluye una reprogramación cultural, mental y social del pueblo colonizado, la figura del sabio-guerrero es condenado al ostracismo y al exilio. El pueblo, la cultura, la nación, el país, la comunidad, la familia resultante, sin sus dragones guardianes, sin sus sabios-guerreros, queda reducida a la calidad de “viles alimañas” y después de generaciones los “legionarios del cambio” vienen a ser una reliquia del pasado. De hecho, lo que va quedando es una masa ignorante, apática, y soberbia, una plaga de “negativistas desafiantes”, de perros callejeros, resistentes a cualquier cambio que requiera orden, obediencia, esfuerzo, educación. Desafiantes ante cualquier disciplina libertadora, rechazadores de cualquier forma de sabiduría, lo único que las masas tercermundistas anhelan, lo único que desean es alcanzar el estatus de “ciudadanos-integrados”, de perros domésticos – estatus al que el primer mundo nunca les permitirá alcanzar – para permanecer siempre sirvientes fieles y dedicados de sus amos colonizadores.



He Dicho. Así Es. Y Así Será.





ANOTACIÓN PARA EL 7 DE JUNIO, 2011



149. “SEMPER MAMBA – MAMBA SEMPER”.

                Las ideas son las fuerzas motrices más poderosas de aquel universo humano que denominamos la “Quinta Dimensión” – el mundo de la mente en el que las ideas, las moléculas constituyentes de la cultura y civilización, toman dinámica y dimensión. Una idea bien establecida en la mente puede olvidarse, es decir, puede perder su presencia vigente en la mente consciente, pero difícilmente se erradica del substrato, de la matriz de donde surge esa manifestación cerebral, es decir, de la mente inconsciente. De por sí la mente inconsciente es, para la inmensa mayoría de los seres humanos, una maraña de hilos enredados, de malezas, de breñas, de contradicciones y de inconsistencias, donde yacen pensamientos – ideas – bien arraigados pero pocas veces sometidas o al machete del análisis, o a la hoz del raciocinio, o al rastrillo del buen juicio. De ahí que los seres humanos sean en sus pensamientos, emociones, y conductas – que no son sino manifestaciones de la mente inconsciente – tan incoherentes, tan discordantes, tan auto-derrotistas – en una palabra, tan “dementes”. El Poder de la Idea, y el Poder de Uno, de ese Uno que engendra la Idea, nunca deben subestimarse. Con esa misma verdad en mente, hace varios años escribí en forma de manifiesto la “MISIÓN del Maestro de MAMBA”, captando la esencia del propósito de vida de un maestro de dicha disciplina:



“Vengo a estar
Para que aprendan a estar
Por lo que ha de estar
Aun cuando
Ya no puedan más estar. 

Vengo a alzar
Para que aprendan a alzar
Lo que se ha de alzar
Aun cuando
Ya no se puedan más alzar.

 Vengo a persistir
Para que aprendan a persistir
Por lo que ha de persistir
Aun cuando
Ya no puedan más persistir. 

Vengo a permanecer
Para que aprendan a permanecer
Por lo que ha de permanecer
Aun cuando
Ya no puedan más permanecer. 

Vengo a ser
Para que aprendan a ser
Lo que tienen que ser
Aun cuando
Ya no puedan más ser.” 

Shodai Sennin J. A. Overton-Guerra



Estar, alzar, persistir, permanecer, ser: verbos, acciones, actos imprescindibles que hay que saber llevar a cabo para establecer una excelente identidad individual, social, nacional, y cultural. Hay que saber estar, es decir, hay que saber cuales son los pensamientos, las emociones y las conductas que queremos manifestar, que queremos permitirnos, que queremos fomentar en cada momento de nuestro ‘aquí’ y ‘ahora’.  Hay que saber cuáles son los valores, los principios, los pensamientos, las emociones, las conductas que queremos, debemos, destacar – alzar – por encima de las demás, y cómo efectuar y ejecutar nuestros planes para lograr tal propósito. Hay que saber persistir, es decir, perseverar, continuar, no dejarnos abatir, no caer en la conformidad o en el desaliento por los achaques, los contratiempos y las adversidades. Hay que saber permanecer, es decir, perdurar, trascender; saber cómo fijar los patrones que queremos que se perpetúen en el tiempo para que el legado de nuestros esfuerzos no resulte una brisa leve sin rastro de su recorrido, sino un huracán que arrasó y dejó marca, huella, hendidura. Y ante todo hay que saber ser, hay que saber cómo crear y manifestar la identidad ideal, modelo, arquetípica, paradigmática de la cuál todas las demás acciones de nuestro compromiso fluyan y se nutran. La clave está en el ser, las demás anteriores son facetas, modalidades, parámetros de esa identidad que queremos fomentar.



¿Cómo se consigue? ¿Cómo se logra este propósito? La clave, de nuevo, está en el ser, y de ahí la función crítica del Maestro MAMBA, del sabio-guerrero iluminado, del Sennin: establecer con las acciones derivadas de su mera existencia – estando, alzando, persistiendo, permaneciendo, siendo – una nueva norma de identidad, un nuevo-antiguo arquetipo antes central en la cultura, luego extirpada, ahora olvidada y a la vez rechazada – tal y como expliqué en mi anterior anotación 148 de la presente colección titulada La aniquilación y el ostracismo del ‘sabio-guerrero’ en la cultura iberoamericana. Es decir, el Maestro MAMBA logra su propósito meramente siendo lo que es e integrándose, exponiéndose, y manifestándose entre la población a la cual instruye e inspira. Al igual que el maestro sabio-guerrero de antaño, el Maestro MAMBA, el Sennin – maestro de la armonizada coordinación entre la mente y el cuerpo en acción –  es la figura organizadora de la sociedad y otorgadora del significado de la vida al individuo; el Maestro MAMBA combate – con su mera existencia – la condición existencial humana tan responsable por la decadencia socio-política, económica, y espiritual de la presente era. Una vez que la idea de su identidad, antaño eliminada del acervo socio-cultural, queda presente en la mente de un individuo, jamás podrá extinguirse de la misma. MAMBA es para siempre: “MAMBA SEMPER”.



Pero si la presencia, la manifiesta existencia, del Maestro MAMBA en la sociedad supone el inicio de una tremenda transformación, mucho más acentuada es la metamorfosis que experimentan aquellos individuos que emprendieron el Sendero de MAMBA y quedaron expuestos al “Gran Paradigma”. Aunque  blandieran solo temporalmente los emblemas y logos en su uniforme o camiseta vayan a donde vayan estos individuos siempre portaran consigo las semillas de una gran tradición, de unas grandes enseñanzas que germinando en su inconsciente brotarán y darán su fruto bajo las circunstancias correctas y en el momento menos pensado, guiando al ex-practicante de acuerdo a la programación sabia y libertadora de su antiguo entrenamiento. De ahí nuestro adagio: “una vez un MAMBA, siempre un MAMBA”; resumido: “SEMPER MAMBA”.



En honor y reconocimiento a estas dos grandes verdades de MAMBA – el efecto perenne de su presencia en una cultura y en un practicante –  las sesiones de MAMBA o los encuentros entre dos adeptos finalizan con la reverencia iniciada por parte del instructor o del alumno senior de “SEMPER MAMBA,” a lo cual la clase instruida o el alumno junior responde con “MAMBA SEMPER”.



SEMPER MAMBA – MAMBA SEMPER”.



He Dicho. Así Es. Y Así Será.





Anotación para el 19 de junio, 2011:

150. Titulo de la Anotación: “Para las madres en el día del padre”.



Es interesante observar como por inercia de tradición, de pronto las personas salen a elogiar y felicitar a los padres, muchas veces después de un año de olvido y casi siempre sin tan siquiera entender cuál es la verdadera y auténtica función del buen padre. ¿Cómo poder afirmar la excelencia cuando ni si quiera se entiende su esencia? Ser buen padre y conocer, vivir, enseñar y exigir la excelencia es una misma cosa.



No quiero decir con ello que ser buena madre no implique lo mismo, ser excelente, pero la falta de excelencia como normativa sociocultural afecta a ambos, padre y madre por igual, y lo cierto, y lo que las feministas se niegan a aceptar, es que hay ciertas contribuciones sociales, familiares que solamente los hombres, aquellos dignos del título, podemos aportar, y la fortaleza personal que surge de una rígida y austera disciplina es una de ellas. En la medida en que es evidente, para el que quiera reconocerlo, que en el mundo latino o hispano, en el tercer mundo, y en el tercer mundo dentro del primer mundo – o sea, los sectores poblacionales de bajo rendimiento socioeconómico y cultural – hay una falta de modelos, y de evidencias, de excelencia se puede concluir a su vez que hay una ausencia de buenos padres.



En el mundo hispano, latino, iberoamericano, de habla española y portuguesa, como queramos concebirlo y llamarlo – donde domina el matriarcado por cierto –  el auténtico papel del padre no se conoce, y donde se conoce no se entiende, y donde se conoce y se entiende por lo general, en el vasto dominio cultural que designé, se rechaza; esto lo he estudiado, lo he observado, y lo he experimentado demasiadas veces en vida propia. Las estadísticas, para los negativistas desafiantes que no quieren reconocer sus deficiencias, confirman esta falta de modelo de paternidad de tantas maneras imaginables que negarlo y ser necio es una misma cosa: se confirma en la falta de disciplina personal (índices de obesidad infantil y adulta, de adiciones a sustancias nocivas, etc.); se confirma en la falta de integridad (corrupción comenzando por los más altos niveles del gobierno; criminalidad juvenil; pornografía infantil, etc.); se confirma en la falta autocontrol en la cultura (tasas altísimas de violencia doméstica, de abuso sexual, de violencia contra la mujer, etc.); y se confirma en esa falta de excelencia y en la mediocridad institucionalizada como ícono de la cultura hispana o latina: en los millones de Ninis” – jóvenes que, teniendo la posibilidad, NI trabajan NI estudian; en la patente ausencia de inventores; en la falta de creadores de nuevas tecnologías; en la vergonzosa carencia de ganadores de premios Nobel. Os recuerdo de una anotación anterior de mi Diario de un Sennin: “…durante el siglo pasado en toda la Hispanidad junta, por ejemplo, es decir, en unos 300 millones de personas de promedio, hemos acumulado unos 22 premios Nobel – de entre TODOS los países latinos combinados. En el mismo periodo de tiempo los judíos han dado al mundo 127 – con una población (máxima) de unos 12 millones y tras haber experimentado un Holocausto durante el cuál se perdieron unos 6 millones de miembros. ¿Queda todo dicho?” ¿Queda todo dicho? No, no queda todo dicho. ¿Cuántos de mis escasos lectores siquiera saben lo que es un premio Nobel y lo que implica? Es una gran vergüenza. Somos capaces de mucho más pero no cuando crecemos chiqueados para exigirnos cada día menos y menos. Y para aquellos que buscan escudar su mediocridad detrás de su latente – y muy hispano – antisemitismo, alegando que los judíos se destacan porque se ayudan entre sí y porque explotan a los demás, diré, sin referencia a lo anterior, lo siguiente: el judío trabaja más, estudia más, se exige más que ninguna otra etnia occidental – de ahí su superioridad, de ahí que ha sido históricamente, y como las estadísticas lo demuestran, la etnicidad que per capita (“por cabeza”) más ha aportado al mundo; acordaros todos que adoráis a Jesús como vuestro Dios, que él era un judío al igual que todos los padres del catolicismo/cristianismo que asentaron las bases de vuestro culto religioso..



Es tarea difícil ser buen padre en esta cultura, sobre todo en estos tiempos de mediocridad social, de consentimientos maternales, de valores materialistas, puesto que el ser buen padre implica exigir al individuo a nuestro mando – y sí, digo “mando” palabra que trauma al anarquista inherente en todo latino – aún cuando el resto de nuestro mundo socio-cultural invita al relajo, a la desidia, a la fiesta, a la apatía, a la ignorancia, a la soberbia. Os invito a alquilar una película que hemos estudiado en el Ryu en numerosas ocasiones titulada “Coach Carter”. Ahí veréis, la pasión con la cual el entrenador se dedica a cumplir con su misión de forjar los valores de disciplina, de excelencia, de responsabilidad, de respeto, es decir, de hombría en sus muchachos; y a la vez veréis la férrea resistencia con la que se encuentra por parte de las familias, del sistema educativo, y de la sociedad en general. La cultura hispana, que fomenta “chapulines” y desdeña a las “hormigas” como “nerds”, “asociales”, “aburridos”, podría aprender mucho de la Fábula de la Hormiga y del Chapulín, versión Shodai:



Érase una vez un chapulín que se encontró con una hormiga un día de verano:
                      ·         ¿Qué onda güey? , dice el chapulín a la hormiga
·         Chambeando, no lo ves, ¿Y tú? ¿De relajo como siempre?
·         ¡Órale! Para vivir no hay nada como el buen vivir. Lo mío es la fiesta, ya sabes, el party perpetuo. Eso de chambear es de losers.
·         ¿O sea, que me estás diciendo loser?
·         Si el saco te queda pos ahí te lo llevas güey. ¿Para qué chambear si se puede vivir a toda madre sin trabajar? Aquí hay grama para dar y tomar. ¿Para que voy a pasarme estos días tan bonitos sudando la gota gorda como tú hermano?
·         ¿No has oído de algo que se llama ‘futuro’?
·         ¡Futuro mis nalgas! ¡Yo vivo para ahora mismo! ¡Y que me quiten lo bailado!
·         Ya veremos quien se queda con el saco de loser cuando llegue el frío amiguito.  

Y con eso la hormiga continuó con sus labores y deberes, y el chapulín con su canto y diversión. Pasaron las horas, los días, y las semanas; llegó el otoño y el sol ya no calentaba lo que antes y al chapulín se le dificultaba más y más llenarse la panza. Por fin, con los rigores del invierno el chapulín, desesperado, tocó la puerto del hormiguero. Le abrió la misma hormiga al que había llamado ‘loser’ hace pocos meses.

·         ¿Qué se le ofrece amigo? Aquí nomás estamos los losers como yo.
·         Amigo, perdona mi anterior ignorancia, ¿pero no tendrías algo de comer?
·         Desperdiciaste los días mejores en vez de prepararte para los peores. Aquí todos hemos trabajado para comer.
·         Te lo ruego tengas compasión de mí. Aunque sea déjame pasar un poquito para quitarme este frío que apenas me deja moverme.
·         Como quieras amigo.
·         ¡Gracias! ¡Gracias!
 

Y con eso el chapulín entró al hormiguero para calentarse unos minutos. Y cuando la hormiga gritó “¡Comida!”, entretuvo la breve esperanza de que también le dieran de comer algo, antes de que una horda de hormigas se le echara encima y se lo comieran vivo.
 

En un mundo de chapulines y saltamontes ser el “sargento hormiga” es no ganarse ni el reconocimiento ni el agradecimiento ni muchas veces el apoyo de nadie durante el ministerio de esa gran obra social; es ganarse demasiadas veces el resentimiento y la reclamación de las mismas personas a las cuales estás esforzándote para rescatar de sí mismas. Ese reconocimiento, si tienes suerte, viene mucho, mucho más tarde cuando en verdad ya no es ni trascendente. Personalmente, no busco el agradecimiento, pero sí exijo el respeto, la obediencia, y la lealtad de los hijos menores a mi cargo.



No hay vocación más noble que la de ser BUEN padre – y por eso mismo se reza al “Padre Nuestro que estás en los cielos” – ya que es análoga a la de ser BUEN maestro. Ser buen padre, nos enseña Confucio, es la base y fundamento de una gran sociedad: donde vemos naciones decadentes, pueblos quebrantados, países tercermundistas, comunidades desventuradas, y culturas desdichadas, veremos un vacío de la verdadera y efectiva figura paternal. De hecho, como tantos estudios sociológicos han confirmado, la oleada creciente de pandillerismo en los Estados Unidos se vincula directamente a la endémica ausencia del padre en la sociedad americana, fomentada por las tasas crecientes de divorcio y por las parciales cortes de familia que privan al padre de su posición: el 50% de las madres divorciadas “admiten abiertamente” emplear a los hijos como arma retributiva contra el padre, y cuantas no lo hacen hasta inconscientemente; y el 95% de los niños de familias divorciadas pierden el contacto, salvo muy esporádico, con su padre dos años después del divorcio. El director de la FBI recientemente declaró que las pandillas callejeras son la primera y primordial amenaza a la seguridad nacional de los EE.UU. ¿Cuál es la primera y fundamental causa del pandillerismo juvenil? Simple: la ausencia del padre – del “buen” padre –  en el paradigma familiar. Al final EE.UU. que tanto se jacta de la grandeza de sus “padres fundadores” – George Washington, Tomas Jefferson, Benjamin Franklin, John Adams, Alexander Hamilton y George Madison – caerá no por causa de terroristas islamistas, ni por oleadas de inmigrantes ilegales – como tanto promueve la extrema derecha republicana – sino por sus políticas legales que han eliminado al legado de tales hombres del acervo sociocultural americano.



El padre, el buen padre, es la materialización del arquetipo sabio-guerrero en el hogar-familia; es el que dirige la obra de la imposición de excelencia a todos bajo su mando – conceptos (“dirige”, “imposición”, “mando”) repelentes en una sociedad empapada de los atributos disfuncionales del negativismo desafiante que tanto domina y opera en la cultura latina. “¿Por qué es importante el guerrero?” Oigo, con tono de réplica, a tantas madres – como si no fuese bastante la experiencia de toda una vida que llevaron bajo y con hombres que carecían de aquellos atributos guerreros que logro inculcar en el Instituto; como si las estadísticas que son ejemplares de la realidad de sus vidas tercermundistas no fuese suficiente. Puedo dar respuestas largas o breves. Daré las dos. No hay mejor ejemplo de la importancia de los valores guerreros en acción en una cultura que Japón tras la paliza de la segunda guerra mundial al final de la cuál quedó exhausta, su emperador y cabeza de su religión oficial obligado a declararse ya no más deidad sino mortal – equivalente para los Católicos a que el Papa declarase que ya no es el representante de Dios en la Tierra – sus fuerzas armadas desbandadas permanentemente, y ocupada militarmente por el enemigo. No olvidemos la devastación, física y psicológica, de dos bombas nucleares. Pero Japón, debido a su esencia cultural guerrera, embutida en el Bushido – el código del Samurai – no solamente resistió cualquier intento de colonización por parte de sus invasores estadounidenses, sino que de muchas formas logró dominar económicamente a sus subyugadores en el espacio de tres o cuatro décadas, unas dos generaciones; y aún hay países latinos quejándose de la colonización española. Esa es la versión corta de la explicación; ahora a la otra.



¿Cuáles son los atributos del arquetipo del guerrero que declaro prototipo ideal para el padre de familia? (¡Directo de mis apuntes de mi programa de Mente e Identidad del Guerrero Iluminado!) Como arquetipo el guerrero representa casi universalmente ciertos valores idealizados de moralidad, de conducta, de mentalidad, de responsabilidad social.

·         En su moralidad el guerrero representa: Honor, Integridad, Sinceridad, Respeto, Justicia, Rectitud.
·         En su conducta el guerrero representa: el Protector, el Guardián o Libertador, el Justiciero, lo Dinámico en oposición a la Pasivo.
·         En su mente el guerrero representa: Claridad, Valentía, Sentido del Propósito, de la Intención, de la Misión, Responsabilidad, Optimismo, Autonomía, Estado de alerta, Autoconfianza.
·         Y en su sentido de la responsabilidad social el guerrero responde al siguiente código: Si yo no soy para mi, ¿quién será?; Si soy solamente para mi, ¿qué soy?; Si no ahora, ¿cuándo?; Si no yo, ¿quién?; Si no aquí, ¿dónde?



Con frecuencia para observar los beneficios o la utilidad de unos atributos nos podemos servir de ejemplos de su ausencia. En el mundo latino tenemos muchos. De hecho, ¿cuántos héroes a nivel nacional, o cultural, o transnacional, podemos citar en toda la Hispanidad – Brasil y Portugal inclusive – que nos hayan servido de ejemplo, de modelo de inspiración durante el siglo pasado? ¿Cuántos? ¿Che? ¿Fidel? (¡Ja!) ¿Allende? (¿Sabéis de quién hablo?) ¿Cuántos de la talla de un Gandhi, de un Martín Lutero King, de un Malcolm X, o de un Mandela? ¡Esos fueron/son sabios-guerreros que inspiraron pueblos a superarse! ¡Esos son padres-modelo para la humanidad entera! ¿Cuántos héroes podemos aclamar como latinos? Por falta de héroes ni siquiera los creamos ficticios; todos son productos Made in USA: Batman, Spiderman, Ironman, etc.



Pero si queremos indagar más en los atributos de un buen hombre – padre, lo mismo me da que me da lo mismo – no tenemos que acudir necesariamente a las hazañas de figuras heroicas, podemos acudir a resúmenes literarios de estos atributos. Comencemos por “If” (“Si”) – la dedicación de Rudyard Kipling a su hijo:



Si… 

Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor
Están perdiendo la suya y no dejándote de culpar
Si puedes confiar en ti mismo aun cuando todos te cuestionan
Pero un margen a sus dudas sabes otorgar 

Si puedes esperar y no cansarte en la espera,
O siendo mentido, no caer en la mentira
O siendo odiado no al odio acceder;
Pero no parecer demasiado bueno, ni demasiado sabio proponer. 

Si puedes soñar – y no hacer de los sueños tu señor
Si puedes pensar – y no a tus pensamientos entregarte
Si puedes encararte con el Triunfo y el Desastre
Y a esos dos impostores igualmente tratar.

Si puedes soportar oír la verdad que tú hablaste
Retorcida por canallas para con necios engañar,
O ver las cosas a las que tu vida dedicaste, quebradas,
Y a reconstruirlas con herramientas desgastadas te puedes agachar.

Si puedes hacer un montón de todas tus ganancias
Y arriesgarlo a una vuelta del azar,
Y perdiendo, volver a tus comienzos,
Y de la pérdida ni una palabra exhalar;

Si puedes obligar tu corazón y nervio y tendón
A cumplir su turno mucho después de expirar
Y así aguantar aun cuando no quede más en ti
Salvo la Voluntad que les dicte: “¡Perseverad!”

 Si puedes platicar con la plebe y mantener la virtud
O con reyes caminar – y la humildad no ceder
Si ni enemigos ni queridos amigos te logran lastimar
Si todos cuentan contigo, pero sin echarte a perder

Si puedes rellenar el inexorable minuto
Con sesenta segundos de recorrido por haber
Tuyo será la Tierra y todo su contenido,
Y – lo que es más – hijo mío, ¡un Hombre has de ser!

 Traducción de “If” de Rudyard Kipling por J. A. Overton-Guerra



                “¡Un Hombre has de ser!” Madres, padres, ¿Cuántos de vosotros no tenéis ni la menor idea de la madurez mental, emocional, y conductual a la cuál se refiere el autor, mucho menos sois capaces de demostrarla, enseñarla, exigirla? Y sin embargo, ese el menester – el sine qua non (“sin esto no hay”) – del BUEN padre. ¿Queréis un Rolex en la muñeca o una imitación de hojalata? ¿Un diamante en el dedo o un trozo de cristal? Lo bueno cuesta. Hay que exigirlo, hay que forjarlo. De hecho, si queremos fijar ya una importante diferencia entre los valores ideales que vemos que a las mujeres no se les exigen un control disciplinado sobre sus emociones. ¿A cuántas mujeres no he oído excusar su conducta en las fases de su ciclo menstrual? A las mujeres, por ser tales, se les consiente, se les amplía los márgenes de lo que resulta ser conducta aceptable por el hecho de ser mujer. Lo malo cuando tenemos a generaciones de muchachos criados por mujeres es que emulan al genero femenino en su consentimiento emocional – “¡Es que me hiciste enojar! ¡Me estresas! ¡Me tienes harto!” – completamente inaceptable para un HOMBRE. ¿Por qué el guerrero? Porque estar al mando de una organización, de cualquier tipo, no permite ese tipo de consentimientos, y los únicos modelos transculturales de autocontrol mental, de disciplina, de falta de auto-consentimiento son precisamente las tradiciones guerreras de cualquier cultura. Esos valores típicos de las castas guerreras no están típicamente incorporadas en el acervo cultural femenino salvo, claro está, en las culturas y sociedades donde se cultivan guerreros entre los hombres. Ejemplo: La primera vez que oí la frase, “Con tu escudo o sobre él”, fue en la voz de mi propia madre a mis cuatro años de edad cuando iba a salir a la calle a jugar por primera vez sin el cuidado de mi padre. Yo ni sabía ni tenía idea de lo que era un ‘escudo’ entonces, pero pronto lo supe. Era la frase famosa con el que la madre espartana, legendaria por la función que desempeñaba en la formación de guerreros más celebrados de la historia occidental, enviaba a sus hijos a la guerra: perder el escudo en batalla era símbolo de la cobardía de la huida, de la deserción; y los espartanos caídos en batalla se traían cargados sobre sus escudos.



¿Otro ejemplo literario de valores guerreros? Con gusto. Este es del dramaturgo del Siglo de Oro español, Pedro Calderón de la Barca, ex-soldado, al igual que Cervantes y Lope de Vega:



El soldado español de los Tercios

Este ejército que ves
vago al hielo y al calor,
la república mejor
y más política es
del mundo, en que nadie espere
que ser preferido pueda
por la nobleza que hereda,
sino por la que el adquiere;
porque aquí a la sangre excede
el lugar que uno se hace
y sin mirar cómo nace
se mira como procede.

Aquí la necesidad
no es infamia; y si es honrado,
pobre y desnudo un soldado
tiene mejor cualidad
que el más galán y lucido;
porque aquí a lo que sospecho
no adorna el vestido el pecho
que el pecho adorna al vestido.

Y así, de modestia llenos,
a los más viejos verás
tratando de ser lo más
y de aparentar lo menos.

Aquí la más principal
hazaña es obedecer,
y el modo cómo ha de ser
es ni pedir ni rehusar.

Aquí, en fin, la cortesía,
el buen trato, la verdad,
la firmeza, la lealtad,
el honor, la bizarría,
el crédito, la opinión,
la constancia, la paciencia,
la humildad y la obediencia,
fama, honor y vida son
caudal de pobres soldados;
que en buena o mala fortuna
la milicia no es más que una
religión de hombres honrados.



Madres, ¿cuántos de vuestros varones, padres del mañana o de hoy, son “vagos al frío o al calor” y no niños chípil que viven de comodidad en comodidad? ¿Sabéis cultivar ese estoicismo en vuestros hijos mediante ejemplo propio o por exigencia – lo dudo – o por lo contrario os esmeráis, con dedicación apasionada, a revestir a vuestros “bebés”, no importa la edad, de toda la comodidad material, física y emocional posible? ¿Cuántas madres ni reconocen el valor de “Aquí la más principal hazaña es obedecer, y el modo cómo ha de ser es ni pedir ni rehusar”? ¿Cuántas no inculcáis esos atributos (guerreros) en vuestros hijos? ¿Cuántos ni permitiríais a un padre hacerlo sin darle batalla sin cuartel o hacer de su existencia un suplicio robándole su autoridad delante de sus propios hijos y a sus hijos de la oportunidad de aprender y valorar tales indispensables atributos?



Y sobre Pedro Calderón de la Barca tengo algo más que decir. Alistó en un Tercio español a los 40 años de edad por puro patriotismo. “Patriotismo”, es decir, amor a la “patria”. “Patria” de “pater”, de “padre”. Sin “patriotismo” no habrá “patrimonio” nacional para las generaciones futuras. El buen padre fomenta el patriotismo en sus hijos, inculca ese el sentido del deber, de consciencia, de identidad y de unidad nacional, de dedicación a otros, a la causa de la comunidad y no sólo al de su bolsillo, de su panza, o de los impulsos de su bragueta. El buen padre sabe inculcar en sus hijos el sentido del sacrificio del deber más allá de las emociones personales. ¿Acaso no es ese el ejemplo que valoran tanto los cristianos – católicos, ortodoxos y protestantes –  en su Dios al sacrificar a su único hijo por una gran causa, por la “salvación” humana? Aquí os incluyo otro ejemplo de “hombría”, sacada de mi “Bitácora Volumen I”, un ejemplo de la dedicación al deber, al honor por parte tanto de un padre como de su hijo. El evento corresponde a una anécdota real transcurrida durante la guerra civil española. Se dio el caso de un coronel que defendía su posición en el Alcázar de Toledo, que sitiada por el enemigo, acababa de sufrir un bombardeo constante de 42 días seguidos. El enemigo logró capturar al hijo del coronel y se produjo el siguiente famoso intercambio telefónico:

—Habla el jefe de las milicias populares.
—Aquí, el coronel Moscardó.
—Son ustedes responsables de todos los crímenes que están sucediendo. Le doy diez minutos de plazo para que se rinda. Si no lo hace, fusilaremos a su hijo Luis, que está prisionero en nuestras manos.
—Lo creo.
—Para que vea usted que es verdad lo que digo, se va a poner al aparato.
—¡Papá!
—¿Cómo estás, hijo mío?
—Dicen que me van a fusilar si no te rindes.
—¿Y tú que piensas?
—Que no te debes rendir, papá. ¡No importa que me fusilen!
—No esperaba menos de ti, hijo mío. Encomienda tu alma a Dios y muere como un patriota.
—¡Un beso muy fuerte, papá!
—¡Un beso muy fuerte, hijo mío!
(Moscardó al jefe de las milicias:)
—Puede usted ahorrase el plazo que me ha dado, porque el Alcázar no se rendirá jamás. 

Y con eso colgó el teléfono. Luis fue fusilado, pero el Alcázar no se rindió. Tras aguantar 70 días de sitio constante por tierra y por aire, llegaron los refuerzos que repelieron el asedio y liberaron al coronel y sus hombres. El coronel, emergiendo de las ruinas del edificio, se apresuró a dar las novedades al general con una frase que ha llegado a los anales de la historia como ejemplo de la dedicación y la disciplina marcial que tanto ha caracterizado a las tropas profesionales de los ejércitos de España: “Mi general, sin novedad en el Alcázar.” (Véase una historia breve del Alcázar de Toledo en http://www.gibralfaro.uma.es/historia/pag_1563.htm.)



Bien, ¿Cuántas personas, madres o padres, reconocen la hombría de ambos padre e hijo bajo las circunstancias? ¿Y cuantos de ustedes no hubieran cedido su mando para rescatar a su hijo sin considerar que los soldados a su cargo son también hijos de padres y madres ajenos a los que quizás acabaríais condenando a tortura o a muerte por vuestra falta de HOMBRÍA? Estoy muy orgulloso al decir que todo hijo mío, varón o mujer, presentado con esta anécdota histórica ha respondido igual: “Mi padre no cedería su mando y yo no se lo pediría”.



El buen padre con la clara visión del capitán que conoce el rumbo, las aguas, los vientos,  convierte a la familia en un campamento de disciplina, en una academia de aprendizaje, y en un templo de valores para el cultivo de individuos excelentes, de sabios guerreros-poetas: maestras tigresas y guerreros dragones, individuos sensibles pero fuertes, compasivos pero dedicados, obedientes pero de consciencia, individuos pero ciudadanos. Eso se desconoce aquí. “¿Dónde están los buenos hombres?”, oigo quejarse a tantas mujeres. Los ‘hombres’ – olvidémonos de ‘buenos’ y seamos generosos con lo de ‘hombres’ - de hoy están donde vosotras les habéis criado para que estuvieran: jugando sus juegos electrónicos, embarazando a mujeres, bebiendo en los bares, y viendo espectáculos de ‘strip tease’.  ¿Queréis hombres? Os dedico la siguiente anécdota: Se dio el caso, en la antigua Grecia, de una mujer de la polis de Ática que le preguntó a otra de Esparta que por qué ellas eran las únicas mujeres que mandaban de entre sus hombres, a lo que la mujer espartana respondió: “Porque somos las únicas mujeres madres de hombres”. Moraleja: madres latinas, no os quejéis de hombres machistas y egoístas, ¡vosotras los criáis! Me preguntaron el otro día que si mi padre fue buen padre. En la medida en que sin su disciplina, enseñanza, y dirección no sería yo el HOMBRE que soy, es evidente que sí. Pero la otra cara de mi respuesta es “en la medida en que mi madre apoyó y complementó sus esfuerzos”, la respuesta también es sí.”



Pero su si el buen padre está al mando de la familia, la mujer está al mando de la sociedad, de la nación, de la cultura. El mercado de valores sociales y culturales también está sujeto a la ley de la oferta y de la demanda. Las madres sois responsables por inculcar en vuestras hijas los estándares del tipo de varones que acogen en sus lechos. Madres, ¿acaso enseñáis a vuestras hijas a preguntarse si el hombre con el que se acuestan es el modelo de hombre que quieren para sus hijos o solamente el motivo de un fascinación pasajera o de una intoxicación repentina? Y para las madres de esa generación de adoradoras de Justin Bieber, ¿acaso enseñáis a vuestras hijas que cada acto sexual no es sino el potencial de la incubación de un nuevo ser y que ese individuo resultará en imagen y semejanza a aquellos que lo engendraron? Finalmente, ¿cómo escogisteis al padre de vuestros hijos? ¿Era el modelo de hombre que queríais para vuestros hijos futuros, el objeto de una pasión, o el boleto a una seguridad emocional, económica, o las dos? Conocemos bien el problema, pero la solución la tenéis vosotras: Si no sois parte de la solución, sois el problema.



He Dicho. Así Es. Y Así Será.


Shodai J. A. Overton Guerra